La quinta película del aclamado director Terrence Malick es un ensayo visual sobre el amor, entendido como la principal raiz del
árbol de la vida. Para ello, el director elabora una opera alegórica en tres
actos: un prólogo, un nudo y un desenlace (o, mejor dicho, un epílogo, ya que
la trama no concluye). Tanto el último como el primero son lo más cósmicos y metafísicos. Y, además, muestran (sobre todo el primero) ciertos puntos de
contacto con las reflexiones de Kubrick y de Clarke en 2001. El nudo, por su parte, desarrolla una historia, no narrativa
sino cronológica, sobre el enamoramiento, el casamiento, la formación de una
familia y el crecimiento de los hijos. Malick alterna entre el arquetipo
femenino y el masculino, entre la protección y la disciplina, entre el amor y
la autoridad. Y, para ello, sitúa a una familia (Pitt y Chasting) en la
USAmerica de los conservadores años 50. Por otro lado, todo el metraje está
salpicado de los recuerdos de Sean Penn, uno de los hijos, que intenta
encontrar el sentido de su vida décadas después. En el fondo, parece decirnos
Malick, somos como puentes entre el pasado y el futuro y es responsabilidad
nuestra pasar ese puente solo con lo mejor que podamos conservar. Pero la
simbología y las metáforas son tan simples (esos hombres errantes y perdidos en
la playa) que el mensaje se hace muy evidente y, por tanto, su potencial
emotivo y su capacidad para quedarse dentro del espectador se reduce muchísimo,
aunque la belleza de las imágenes, la música, algunas reflexiones en off y el carisma de los actores le
puedan embriagar. En todo caso, no es un film
de personajes ni de actores sino de ideas. Y éstas son fácilmente reconocibles.
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