La filmografía de John Frankenheimer
está salpicada de auténticas obras maestras olvidadas por el tiempo y por el
espectador medio. Todo el mundo recuerda El
tren, El mensajero del miedo o El hombre de Alcatraz pero, además de Los Temerarios del aire o Plan diabólico, aún se pueden disfrutar sobradamente
películas como Siete días de mayo, El repartidor de hielo o Estación ardiente. Por no hablar de El hombre de Kiev o esta I Walk the Line, que toma prestado un
verso de una de las canciones míticas de The
Man in Black, Johnny Cash. El sheriff
de un pequeño pueblo sureño pasa por un momento de su vida donde el hartazgo y
el tedio campan a sus anchas. De repente, una bellísima mujer joven aparece en
su vida y todo da un vuelco en su zarandeada rutina. Además de las estupendas
interpretaciones de Tuesday Weld y Ralph Meeker, Frankenheimer consigue empapar
a todo el film con esa neblina propia que producen
los licores añejos. Una película que parece ambientada en el paisaje físico y
espiritual de Santuario, del gran William Faulkner, entre destilerías ilegales, casas derruidas y ocultas entre
los árboles, individuos abandonados a su suerte y mucho, mucho polvo de aparadores
abandonados y cuadros rotos. Por otro lado, como en las novelas ambientadas en
el condado de Yoknapatawpha, Yo vigilo el
camino trasciende su propia condición regional para irrumpir como una
parábola de la crisis de la madurez y las ataduras del matrimonio. Una película
esperanzadora y desoladora a la vez.
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