Harold Bloom considera que Hamlet y Falstaff son más grandes que la vida. Que están más vivos que muchos de
nosotros. Bloom siempre ha considerado a Falstaff “el dios mortal de sus
imaginaciones”, un rebelde que se niega a reconocer las instituciones sociales
y que vive en los márgenes del lenguaje. Orson Welles, 20 años antes de esta sabia
apreciación, se atrevió a volver a España para rodar su personal adaptación de
algunas crónicas de la historia medieval de Inglaterra, siguiendo al Bardo de
Stratford pero también a Geoffrey de Monmouth y a Ralph Holinshed. Emiliano
Piedra, un joven productor, puso el dinero mientras que el propio Welles fue el
encargado de reunir a un plantel de excelsos actores que no hubieran
desentonado en el talentoso y avispado mundo del The Globe original (John Gielgud, Ralph Richardson, Fernando Rey,
Margaret Rutherford, Jeanne Moreau, Keith Baxter, Walter Chiari, Norman Rodway y
el propio Welles, que ofrece una composición magistral del sablista y
asustadizo Sir Fat Jack). Chimes at Midnight, en su título
original, brinda una historia hecha de retazos, de pequeñas capturas de
pantalla en movimiento, lo que la transforma en una primeriza pieza
postmoderna. Y dicha historia avanza, visualmente, con la gracilidad de un
Eisenstein; narrativamente, con la genialidad de quien se atrevió, ya desde muy
joven, a fusionar 4 textos míticos de Shakespeare; filosóficamente, con la
profundidad y la nostalgia de quien ha tenido y le han quitado; y, finalmente,
desde el punto de vista humano, con esa riqueza y perspicacia propia de dos
genios, el de los King’s Men y el del
Mercury Theatre. Atención a esa
maravilla cinematográfica que es la escena de la batalla, rodada con cuatro
cuartos pero de una fuerza expresiva apabullante, solo al alcance de unos pocos
cineastas. Una obra imperecedera, llena de vigor y sabiduría, de lo mejor que
ha rodado nunca el autor de Sed de mal
y Fraude.
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