En un mundo post
nuclear controlado por Big Brother,
Winston Smith (Edmond O’Brien) es un privilegiado
que trabaja en el Ministerio de la Verdad, en el departamento de registros
históricos, reescribiendo y alterando la historia para servir a los intereses
ideológicos y prácticos del Partido. Pero siente que algo no está bien. Michael
Anderson ofrece una de las mejores adaptaciones fílmicas de la novela 1984, de George Orwell (junto con la de
Rudolph Cartier), con una intensidad dramática a la altura de la denuncia
antitotalitaria del original, aunque con varios cambios y simplificaciones. Y
con un final árido y desesperanzador como pocos (en sus dos versiones, tanto en
la usamericana como en la británica), en la línea de otro clásico de la sci-fi, La invasión de los ladrones de cuerpos, estrenada el mismo año
(1956), y dirigida por el progresista Don Siegel. Lo que parece claro es que la
obsesión por el orden y por una igualdad mal entendida sacrifica las
aspiraciones individuales de libertad, como señaló Karl Popper a propósito de
su concepción de las sociedades abiertas. Por momentos, determinados aciertos escenográficos
parecen el antecedente directo de Matrix
así como el insurrecto guión parece estar en la base de V de Vendetta. Excelente interpretación de un cuasi debutante
Donald Pleasance, al igual que la caracterización de Michael Redgrave, el padre
de toda una dinastía de grandes actores ingleses. Por su parte, Edmond O’Brien
compone un convincente protagonista, al igual que su partenaire, la estupenda
Jan Starling. La película puede verse con el recuerdo de El cero y el infinito de Arthur Koestler de fondo.
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