Fiel a su intención de occidentalizar el chanbara (las películas de samuráis), el prolífico Takashi Miike (una figura extraña dentro del cine
actual, algo así como el Fassbinder nipón) rueda una de esas historias tan
queridas a la cinematografía japonesa, sobre la relación entre la entrega y la justicia. Un
número determinado de espadachines
deben unir sus fuerzas para ejecutar una misión suicida: asesinar a Naritsugu,
el sádico heredero del Shogunato. Miike, que alterna los films feudales con thrillers,
yakuzas, fantasía, terror y alguna
que otra comedia, ofrece algo más que una versión actualizada de Los 7 samurais o que un remake bastante fiel de la historia original, la
oscura cinta de Eiichi Kudo de 1963.
Y este algo más es una
historia cruel e implacable donde no faltan las escenas de acción, el harakiri pertinente, los encuandres
litográficos, una iluminación tétrica de interiores, varios movimientos de
cámara extirpados del Euro Western, violencia gore y una serie de diálogos más
propios del bushido y del autor bonzo del tsurezuregusa que de una clase
de sirvientes mercenarios, casi ronins. Es decir, esa mezcla de furor y lirismo que
ha hecho famosos a Takeshi Kitano o a Yoji Yamada, por ejemplo.
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