Ridley Scott perpetra una de esas vacuidades tan propias
del cine Hollywoodiense en la que se glorifica a un canalla a la vez que se
maquilla el hecho mostrando algunas pinceladas de crítica social. Y es que,
aunque se mencionen, no se abunda en las graves consecuencias sociales del negocio
al que se dedica el protagonista ni, tampoco, se subrayan todas las conexiones
políticas, militares, policiales y judiciales del tráfico de drogas. En su
lugar, Scott filma una larguísima película en la que se ensalza a
Frank Lucas (Denzel Washington), un riquísimo e influyente traficante de drogas
de la década de los sesenta y setenta, mediante la innoble estrategia de humanizarle (a través de la relación con su familia y con su mujer),
dignificarle (mediante la explicitación de su amor y lealtad por los de su
estirpe) y transformarle en un as de los negocios (se explica varias veces que
vendía heroína de gran pureza a mitad de precio). Además, se describe su
carácter humilde aunque se subraya que era así por motivos de supervivencia (si
no se hacía notar, nadie se fijaría en él). En todo caso, a nivel fílmico, el
guión y la dirección es un refrito de varias historias y de varias películas,
especialmente de El padrino, El precio del poder, Serpico y El padrino de Harlem. Y de, por supuesto, Uno de los nuestros. De hecho, el guionista había trabajado con el
director neoyorkino en Gangs of New York
y Nicholas Pileggi también aparece por los créditos. Podría ser el contra ataque
de la Universal al éxito de Scorsese, Infiltrados,
de un año antes, aunque es sabido que Scott llegó al proyecto tras el despido
de Antoine Fuqua. A su favor, hay que mencionar el trabajo de algunos
secundarios así como una resuelta fluidez narrativa, aunque se cae en todo tipo
de inconsistencias de guión (la grabación que acusa al protagonista se realiza
con un micrófono que está bastante lejos de la conversación que se supone
estaba grabando), errores (Rusell Crowe no pudo ser el detective y el abogado
acusador) así como anacronismos y fallos varios.
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