domingo, 8 de noviembre de 2015

Las brujas de Zugarramurdi

2*

Dos ladronzuelos en paro perpetran un atraco chapucero y salen huyendo en un taxi secuestrado con el hijo de uno de ellos. Mientras el taxista se les une en su huida a Francia, una pareja de policía y la ex mujer de uno de ellos les siguen la pista por las carreteras de Euskadi. Hasta que pasan por Zugarramurdi y chocan frontalmente con una conspiración de brujas. El problema con el cine de Alex de la Iglesia, en general, y con esta película en particular, es que una cosa es la concepción del film (o la idea de fondo) y otra muy distinta su ejecución. De la Iglesia adormece al espectador con una arrítmica sucesión de gags en los que ocurren cosas (algunas, incluso, interesantes) y, otros, en los que no pasa nada pero los personajes no dejan de hablar (como en el cine de Bajo Ulloa). Por eso, esta película (y buena parte del resto de su obra) tiene múltiples bajones, que la música no consigue disimular. De hecho, la música no encaja ni con la historia ni con la atmósfera, por lo que termina fastidiando. Usando, una vez más, el recurso artístico de un casi infinito plantel de actores y cameos (rasgo que comparte con la saga de Torrente, ¡qué curiosidad!), de la Iglesia sufre un nuevo gatillazo con una de sus fantaterroríficas historias à la Berlanga. Y la culpa la tiene, además de lo ya mencionado, el resto de los elementos habituales del director: su característico humor costumbrista aunque de raigambre pop, una dirección standard y autoconsciente, un guión desmembrado, actores flojitos (lo más divertido es la interpretación de Mario Casas), gore digital, etc. Pero lo peor, sin duda, es un desenlace patético y esperpéntico (en el mal sentido de la palabra). Hay dinero, hay aciertos, hay guiños pero el resultado final vuelve a decepcionar, sobre todo por lo que podría haber dado de sí. Por cierto, un último corolario analítico: De la Iglesia ilumina las escenas nocturnas con dejadez, haciendo que el espectador más sensible a la fotografía se hastíe de esos continuos focos “ocultos” que subrayan elementos del atrezzo o de la ambientación.  

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