Woody Allen se vuelve a copiar a
sí mismo. Es lo que hacen todos los directores, sí. Pero a Woody es un director
al que se le nota mucho. Para este premiado film,
el autor neoyorquino ha agarrado esa maravilla musical que es Todos dicen I love you, lo ha pelado, se
ha quedado la estructura (con su chiste burlesco final incluido) y ha rodado
una comedia nostálgica sobre la búsqueda de l’age
d’or. En realidad, la mitad del cine de Allen es nostálgico, desde La rosa púrpura de El Cairo hasta La maldición del escorpión de Jade o Café Society, pasando por Días de radio. El valor añadido de esta
nueva versión es el superficial pero entretenido intento por reconstruir el
París de los años treinta (el de la “generación perdida”) y el de la Belle Epoque (el de Toulouse Lautrec) y,
todo ello, para enseñar al espectador (con un retruécano irónico digno de
mención) que el presente es lo único que vale. Todo el mundo sabe que Allen es
un neurótico, como el personaje que interpreta esa especie de Robert Redford allenizado que es Owen Wilson. Pero, desde hace unas cuantas décadas, Allen es,
además, un enamorado del amor. De ahí esa obsesión por encajar, en finales
felices clonados, a distintos seres humanos, en ese tio vivo emocional que es la relación de pareja.
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