Es sorprendente descubrir la
enorme aceptación que ha tenido la última película de Alberto Rodríguez en
España. La crítica ha consensuado una recepción muy positiva, para no
desentonar ni con la época ni con el espítiru del film, ya que se desarrolla en los últimos años de la transición. Y
ello es sorprendente porque no debería ser excepcional rodar una película como ésta.
Al contrario: tendría que ser lo normal. Como normal es la historia y la
idiosincrasia con la que está narrada. Aunque la factura técnica general es
estupenda, eso es verdad. Y en todos los niveles. En 1980, un par de policias
de métodos y orígenes muy diversos tienen que desplazarse a un pueblo marismeño
para investigar unas desapariciones. Poco a poco, irán desembuchando una trama
de engaños, secuestros, torturas y asesinatos en la que cada habitante del lugar casi parece
que tiene un papel asignado y predeterminado. Con una estética muy deudora del thriller surcoreano reciente (Memories of Murder mediante) y un guión
de lo más ramplón, Rodríguez intenta hacer creíbles a dos actores que no
terminan de fusionarse con sus personajes. Especialmente inverosímil está Raúl Arévalo, que ha decidido arrastrar por todo el metraje una cara de persona
seria para así parecer serio. Algo que no consigue. Porque una cosa es ser
serio y otra parecerlo. De hecho, una cosa es ser un policía y otra ser un ser
humano inexpresivo. Los secundarios, sin embargo, están bastante más
convincentes. Lo más sorprendente de la película, por otro lado, es la idea que
se revela al final (y que ya ha estado revoloteando en la mente del espectador
medio pese al aturdimiento que consiguen crear tanto el ritmo de la trama, como
las contínuas elipsis o la BSO del gran Julio de la Rosa), una idea que escupe
al espectador una crítica muy poderosa: que también en el lado de la ley hay
hijosdeputa. Y que los que torturan, asesinan y explotan no tienen por qué ser seres
deformes, monstruos físicos u outsiders
infelices. La ley también necesita del mal. Por cierto, los famosos títulos de crédito parecen inspirados en la fotografía y en los films de Yann Arthus-Bertrand. O en el comienzo de Conflicto de intereses.
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