Leopoldo Torre Nilsson consiguió una de las más extrañas
joyas de la cinematografía argentina con esta historia de 1957, escrita por
Beatriz Guido, sobre el despertar sexual de una chiquilla de buena cuna. Como
casi todos los intelectuales argentinos, de orígenes acomodados, Guido y
Nilsson se ven tentados a desarrollar la historia en el ambiente que conocen.
En este caso, en Adrogué y en una mansión señorial del barrio de Belgrano, en las primeras
décadas del siglo XX. Torre Nilsson presenta una contundente crítica de una
sociedad hipócrita, conservadora y aristocrática que practica todo tipo de medidas
represoras. Pero también denuncia el ambiente claustrofóbico en el que se educa
a la protagonista, Ana Castro (Elsa Daniel), una educación que bascula entre los
valores de un padre carpetovetónico y de una madre fieramente religiosa y
formal. Como nuestro Federico García Lorca. Además, la figura de Nana subraya los elementos sádicos y crueles
latentes en los valores de dicha sociedad. Por último, Torre Nilsson aprovecha
para radiografiar los intereses y la codicia de la clase política de la época y
presenta a toda una desheredada sociedad, aunque lo hace en rápidos destellos y
en los márgenes del argumento. Aun así, la crítica es contundente. Por otro
lado, como en un relato de Henry James, los detalles (incluso los más crueles,
como una violación) son más sugeridos que mostrados y los límites entre la
ensoñación y la realidad se emborronan con la neblina del recuerdo.
Cinematográficamente, Torre Nilsson se muestra inspirado por el jugueteo del pack Welles-Toland (en la planificación
y en el encuadre) y por el expresionismo (en la iluminación y en la puesta en
escena). El montaje, además, denota ganas de romper moldes. La BSO, por último,
subraya tanto el aire lúgubre y rancio del retrato como la modernidad del
planteamiento.
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