Thrillerdesagradable y morboso que intenta plantear la mil y una vez exprimida premisa
del cazador cazado así como la reflexión moral que subyace de fondo: la de
convertirse en un monstruo para castigar a otro monstruo. A lo largo de la
historia, el director Kim Ji-woon(junto con su guionista), parecen ofrecer una exaltación de la violencia (no de la
criminal, evidentemente, sino), en particular, de la policial. Y ello porque es
una violencia que proviene de una especie de superhombre nietzscheano, absolutamente
amoral y deshumanizado, que persigue indefectiblemente una venganza más que
justificada. Un ser humano y un comportamiento que pueden resultar atractivos a
un buena parte del público, por desgracia. En todo caso, la película acusa no
pocas influencias de David Fincher (especialmente de Zodiac)pero también deEl silencio de los corderos, Saw, La
matanza de Texas y del subgénero surcoreano, en particular de Old Boy y de Memories of Murder. Por
cierto, en algunos tramos, también evoca en la memoria del espectador ese capítulo de Masters of Horror, Trayecto
al infierno. Por otro lado, el film está muy
bien iluminado, muy bien rodado y muy bien montado pero resulta superficial en
su planteamiento, salvaje en su presentación y estirado en su desarrollo. Sergio
Sollima lo hizo un poco mejor en El
halcón y la presa, aunque con menos medios. Por cierto, la BSO es deliciosa.
El cine de los setenta está lleno de joyas olvidadas como
esta,
nada menos que Palma de Oro en Cannes en 1971. Elio Petri dirige una suite barroca, dividida en varios
movimientos, sobre el despertar ideológico (y, por tanto, socio-político) de un
obrero, otrora “ejemplar”, que se vuelve consciente de su condición. Para ello,
el director introduce un catalizador dramático, convirtiendo la historia en una
metáfora de una clase obrera que, mientras no tiene problemas, respeta el status
quo y no se cuestiona nada y de una clase empresarial, propietaria, que
es capaz de convertir una fábrica casi en una cárcel y el trabajo en una actividad alienante.
Y esta es, tal cual, la dialéctica del amo y del esclavo de la que habló G.W.F.
Hegel. Petri escribe a dos manos con su habitual Ugo Pirro, el mismo con quien
retrató los cargos de conciencia de la burguesía en El amargo deseo de la propiedad, el mismo con quien escribió sobre
la corrupción policial en Investigación
sobre un ciudadano libre de toda sospecha. Por otro lado, todo el discurso fílmico, anticapitalista, recuerda a esa mezcla de filosofía postestructuralista francesa, maoísmo y
estudios clínicos sobre la locura, propio de autores como Gilles Deluze o Felix
Guattari. Gian María Volonté, un actor todoterreno, compone uno de sus mejores
papeles, infundiéndole fuerza, dramatismo y un cierto patetismo no exento de humor. Las referencias visuales, por su parte, van desde Metrópolis de Fritz Lang y Tiempos
modernos de Charles Chaplin hasta Tati y Costa-Gavras pasando por la
intelectualizada obra del Grupo Dziga Vertov (como Luchas en Italia). Pero, por suerte, no llega al nivel experimental
de Todo va bien, estrenada el año
siguiente. La fotografía es del habitual Luigi Kuveiller y la música del (casi)
siempre efectivo Ennio Morricone.
Ridley Scott perpetra una de esas vacuidades tan propias
del cine Hollywoodiense en la que se glorifica a un canalla a la vez que se
maquilla el hecho mostrando algunas pinceladas de crítica social. Y es que,
aunque se mencionen, no se abunda en las graves consecuencias sociales del negocio
al que se dedica el protagonista ni, tampoco, se subrayan todas las conexiones
políticas, militares, policiales y judiciales del tráfico de drogas. En su
lugar, Scott filma una larguísima película en la que se ensalza a
Frank Lucas (Denzel Washington), un riquísimo e influyente traficante de drogas
de la década de los sesenta y setenta, mediante la innoble estrategia de humanizarle (a través de la relación con su familia y con su mujer),
dignificarle (mediante la explicitación de su amor y lealtad por los de su
estirpe) y transformarle en un as de los negocios (se explica varias veces que
vendía heroína de gran pureza a mitad de precio). Además, se describe su
carácter humilde aunque se subraya que era así por motivos de supervivencia (si
no se hacía notar, nadie se fijaría en él). En todo caso, a nivel fílmico, el
guión y la dirección es un refrito de varias historias y de varias películas,
especialmente de El padrino, El precio del poder, Serpico y El padrino de Harlem. Y de, por supuesto, Uno de los nuestros. De hecho, el guionista había trabajado con el
director neoyorkino en Gangs of New York
y Nicholas Pileggi también aparece por los créditos. Podría ser el contra ataque
de la Universal al éxito de Scorsese, Infiltrados,
de un año antes, aunque es sabido que Scott llegó al proyecto tras el despido
de Antoine Fuqua. A su favor, hay que mencionar el trabajo de algunos
secundarios así como una resuelta fluidez narrativa, aunque se cae en todo tipo
de inconsistencias de guión (la grabación que acusa al protagonista se realiza
con un micrófono que está bastante lejos de la conversación que se supone
estaba grabando), errores (Rusell Crowe no pudo ser el detective y el abogado
acusador) así como anacronismos y fallos varios.
Primera película
dirigida por el actor Peter Fonda, de una humildad y una sencillez sólo
comparable a algunos de los mejores logros de Clint Eastwood como director. A
comienzos de los setenta y tras el éxito de Easy
Rider, Peter Fonda aprovecha para rodar una historia de bajo presupuesto,
producida por la Universal, rodada en Nuevo México y en las antípodas del film de Hopper. Así, el guión de Alan
Sharp (La noche se mueve o La venganza de Ulzana) se mueve entre la
tradición USAmericana (la vuelta al hogar, la defensa de la familia como núcleo
social básico) y la salvaguardia de la amistad, tan querida por un director
como Sam Pechinpah. Estilísticamente, The
Hired Handse sitúa entre el western experimental de Monte Hellman, la mitificación renovada propuesta por
Leone y, una vez más, el intimismo clásico de Eastwood. Junto con la excelente
interpretación de Warren Oates y Verna Bloom, el personaje de Fonda prefigura
de alguna manera el de El oro de Ulises.
Además, la película cuenta con la fotografía de Vilmons Zsigmond (que justo un
año más tarde fotografiaría la supervivencia de un grupo de hombres en los
Apalaches: Deliverance) y una BSO hermosamente climática de Bruce Langhorne, famoso guitarrista de sesión, con un
emotivo corte principal elaborado al calor de una guitarra arpegiada y un
violín celta.
Como si de un folletín por entregas se tratara, tras 6
entregas fílmicas, la saga de uno de los huérfanos más famosos del cine, Harry
Potter, llega a su fin y, esta vez, por partida doble. Es decir, la adaptación
cinematográfica de la última novela de J.K. Rowling se dividió en dos partes,
ambas dirigidas por David Yates y con los elementos característicos de la serie. Tras varios años de duro entrenamiento y
grandes vicisitudes en el colegio Hogwarts de magia, Harry Potter debe enfrentarse, por
fin, con su mayor y más encarnizado enemigo, “el que todos sabéis”, Lord Voldemort,
tras la muerte de Dumblemore. Es decir, tras su crecimiento personal, emocional
y como mago, Potter debe poner a prueba toda su reconcentrada y traumática experiencia
vital. En este sentido, toda la saga es como una Bildungsroman, con múltiples elementos fantásticos pero con
una evidente vocaciónrealista final. Precisamente por
esto, el ritmo es literario, incluso televisivo, más que cinematográfico. En
todo caso, Harry Potter ha demostrado ser un mundo imaginativo poderoso (pese a
lo que puedan decir críticos de la talla de Harold Bloom), a mitad de camino entre lo sobrenatural y la fantasía (como afirma S.T. Joshi) y con algunas
(ligeras, si se quiere) novedades. Un mundo, en suma, que puede competir con el
de El señor de los anillos o con el mundo
de C.S. Lewis, aunque su competidor reciente más importante sea, probablemente,
el creado por Phillip Pullman y sus His
Dark Materials. Y estamos hablando de la película, no de la novela.
En un ensayo de 1927, Sigmund Freud se propuso estudiar el
humor, sus formas y sus beneficios. Curiosamente, llegó a la conclusión de que el
humor es una actitud que no todos los seres humanos tienen y que, de hecho, es
un regalo precioso. Como precioso que es, Winston Churchill afirmó que el humor nos
proteje de lo que somos, mientras que la imaginación nos proteje de lo que no
podemos ser. Hasta que aparece Roberto Benigni. Loris (el propio Benigni), un insólito
y miserable personaje que se dedica a llevar y traer diversos maniquíes y a otros
extraños escarceos, es confundido con un peligroso maníaco sexual al que la
policía lleva 12 años persiguiendo (la confusión de identidades es, también, la
premisa básica de Johnny Palillo). A
partir de ese momento, se sucederan todo tipo de situaciones en las que los
agentes de la ley le siguen los talones con la ayuda de una agente de paisano
que actúa como gancho (Nicoletta Braschi, la propia mujer de Benigni). El
director de La vida es bella presenta
una parodia de las películas USAmericanas de asesinos psicópatas, con varios
homenajes inteligentes y nada rebuscados a algunos clásicos del género (desde La matanza de Texas a los giallos de Argento) pero con un final
próspero y feliz. La figura de Beningni -desgarbada, descuidada, desastrosa pero
tierna- hace el resto en una ingeniosa composición de gags, mordazmente
resueltos, con un tipo de humor a la italiana, basado en el sexo, la
exageración expresiva y la picaresca diaria. Y todo ello en el contexto de una geografía
cuasi abstracta que podría remitir a las películas de Jacques Tati. La única
pega del film es el ritmo, un tanto estirado en algunas ocasiones (especialmente en su segunda mitad), lo que
reduce la capacidad cómica final del producto. En todo caso, la historia es bastante
divertida y, en general, respeta y entretiene convenientemente al espectador.
Uno de los clásicos del slasher, origen de varias imitaciones de
distintas calidades y, todavía hoy, un hito del terror canadiense. Bob Clark
materializa varias constantes del género con franca pericia y un logrado
suspense: una fraternidad de estudiantes femeninas acosadas por un individuo demente
que realiza constantes llamadas lascivas, cámara subjetiva para retratar las
correrías criminales, muertes “imaginativas”, varios sospechosos, heroína
acorralada, etc. El carácter subversivo del film,
repleto de conversaciones y de motivos espinosos (palabrotas, sexo, alcohol,
aborto), enriquece la trama ofreciendo, además, una representación sociológica
de una buena parte de la USAmerica de la época, algo que no es ajeno a otras
películas de similar contenido (en tiempos recientes, Scream sería un buen ejemplo). Por cierto, el comienzo de la
película remite directamente al principio de Blow Out, el famoso thriller de Brian de Palma, mientras el final sería calcado por la inmensa mayoría de
las películas posteriores en su género. Llama
un extraño, de 1979, aprovecha parte del desenlace de esta historia en su
primer tercio. Curiosamente, la idea de asociar la demencia del asesino con un
ático ha sido sustituída, en las últimas décadas, por la metáfora del sotano.
Sería interesante investigar las razones de este cambio. Por otro lado, la
historia cuenta con varias apreciables interpretaciones, especialmente de Olivia
Hussey (la Julieta de Zeffirelli), Margot Kidder (la Lois Lane de Superman) y John Saxon (en un papel que
volvería a repetir con cierta asiduidad, como En pesadilla en Elm Street). El mismo año del estreno, Tobe Hopper
presentaba su obra maestra y, al año siguiente, Clark volvería a alcanzar altas cotas macabras con su Asesinato por
decreto.
Quinta película oficial del por entonces poco conocido
John Huston y su cuarta colaboración con el mítico Humphrey Bogart, tras El halcón maltés, A través del Pacífico y El
tesoro de Sierra Madre. Tras unos títulos de crédito absolutamente
convencionales (incluso para la época), Huston nos sitúa, en medio minuto, en
el centro de un misterio (una patrulla de policia está buscando a dos índios osceolas)
que rápidamente se transforma en un thrillernoir en la mejor tradición gansteril,
con algún elemento antropológico y de claras connotaciones progresistas, como casi todo el
cine de su autor, por cierto. El ex oficial Frank McCloud (Bogart) llega a un
hotel de los Cayos de Florida para visitar al padre de uno de sus compañeros de
armas durante la Segunda Guerra Mundial, el impedido James Temple (un impagable
y artrítico Lionel Barrymore). Al llegar, descubre dos cosas. Primera, que el
hotel ha sido alquilado por un trasunto de Al Capone y Lucky Luciano llamado Johnny Rocco (Edgar G. Robinson) y su banda para cerrar un sucio negocio. Y, segunda,
que la viuda de su ex compañero, Lauren Bacall, es un bocado demasiado
apetitoso para dejar pasar esta oportunidad. A partir de ese momento, se sucede
el suspense, la tensión y los intentos por librarse de tan incómoda compañía. Casi
todas las bobinas del film están
rodadas en interiores, en los estudios de la Warner Brothers en Burbank. Los
decorados ayudan a mantener una cierta sensación de claustrofobia que es
subrayada por la presencia del Huracán que, de una forma prodigiosa y física, va
acompañando a todo el crescendo
argumental, poderosamente dosificado por mor de la confluencia de los talentos
del propio director y de un jovencito (aunque experimentado guionista) Richard Brooks. Por cierto, Claire Treword borda el prototipo de novia sometida y
borracha. Por eso, ganó el Oscar al mejor papel secundario en 1949. Una última
recomendación: atención a esos poderosos primeros planos. Qué grandes actores
eran Bogart, Barrymore y Edgar G.!
Edgar Allan Poe
no fue el primero en contar historias de amor interrumpidas por la muerte de
una mujer y, por lo tanto, de un amor más allá de la muerte. Sin embargo, fue uno de los más convincentes, como lo
demuestran sus variaciones sobre el tema en La
caída de la casa Usher, Ligeia o Morella. O en El cuervo. Textos oníricos, macabros y simbólicos a partes iguales,
como podría decir Edmund Wilson. Y es que el propio Poe consideraba que no hay
nada más sublime para el arte poético que la muerte de una mujer hermosa. Sobre
esta tradición, Robert Fuest nos regala uno de sus mejores films. Vincent Price interpreta al desfigurado Doctor Phibes quien,
tras el fallecimiento de su bella esposa, pretende vengarse de los médicos
responsables de su muerte. Para ello, sigue el esquema de las 10 maldiciones de
la tradición bíblica (lo que supone un auténtico antecedente para los psicokillers actuales tipo Sev7n), con maníaca precisión y
originales métodos. Frente a él, Scotland
Yard y un tal doctor Veselius, interpretado por Joseph Cotten. La película
cuenta con un diseño de producción y unos decorados absolutamente retro pulp pero de una belleza cautivadora. Por
otro lado, el Doctor Phibes es abominable, ciertamente, pero también es un
hombre enamorado, romántico hasta la médula y que, para más inri,
toca el órgano en esa rancia tradición de outsiders
sociales como el Capitán Nemo. Por curiosidad, se podría especular sobre la influencia
de El fantasma de la Ópera y de Los crímenes del museo de cera y, a su
vez, sobre la proyección en El fantasma
del Paraíso. En todo caso, al año siguiente (en 1972), el mismo director rodaría
una secuela.
Fiel a su intención de occidentalizar el chanbara (las películas de samuráis), el prolífico Takashi Miike (una figura extraña dentro del cine
actual, algo así como el Fassbinder nipón) rueda una de esas historias tan
queridas a la cinematografía japonesa, sobre la relación entre la entrega y la justicia. Un
número determinado de espadachines
deben unir sus fuerzas para ejecutar una misión suicida: asesinar a Naritsugu,
el sádico heredero del Shogunato. Miike, que alterna los films feudales con thrillers,
yakuzas, fantasía, terror y alguna
que otra comedia, ofrece algo más que una versión actualizada de Los 7 samurais o que un remake bastante fiel de la historia original, la
oscura cinta de Eiichi Kudo de 1963.Y este algo más es una
historia cruel e implacable donde no faltan las escenas de acción, el harakiri pertinente, los encuandres
litográficos, una iluminación tétrica de interiores, varios movimientos de
cámara extirpados del Euro Western, violencia gore y una serie de diálogos más
propios del bushido y del autor bonzo del tsurezuregusa que de una clase
de sirvientes mercenarios, casi ronins. Es decir, esa mezcla de furor y lirismo que
ha hecho famosos a Takeshi Kitano o a Yoji Yamada, por ejemplo.