El cine de los setenta está lleno de joyas olvidadas como
esta,
nada menos que Palma de Oro en Cannes en 1971. Elio Petri dirige una suite barroca, dividida en varios
movimientos, sobre el despertar ideológico (y, por tanto, socio-político) de un
obrero, otrora “ejemplar”, que se vuelve consciente de su condición. Para ello,
el director introduce un catalizador dramático, convirtiendo la historia en una
metáfora de una clase obrera que, mientras no tiene problemas, respeta el status
quo y no se cuestiona nada y de una clase empresarial, propietaria, que
es capaz de convertir una fábrica casi en una cárcel y el trabajo en una actividad alienante.
Y esta es, tal cual, la dialéctica del amo y del esclavo de la que habló G.W.F.
Hegel. Petri escribe a dos manos con su habitual Ugo Pirro, el mismo con quien
retrató los cargos de conciencia de la burguesía en El amargo deseo de la propiedad, el mismo con quien escribió sobre
la corrupción policial en Investigación
sobre un ciudadano libre de toda sospecha. Por otro lado, todo el discurso fílmico, anticapitalista, recuerda a esa mezcla de filosofía postestructuralista francesa, maoísmo y
estudios clínicos sobre la locura, propio de autores como Gilles Deluze o Felix
Guattari. Gian María Volonté, un actor todoterreno, compone uno de sus mejores
papeles, infundiéndole fuerza, dramatismo y un cierto patetismo no exento de humor. Las referencias visuales, por su parte, van desde Metrópolis de Fritz Lang y Tiempos
modernos de Charles Chaplin hasta Tati y Costa-Gavras pasando por la
intelectualizada obra del Grupo Dziga Vertov (como Luchas en Italia). Pero, por suerte, no llega al nivel experimental
de Todo va bien, estrenada el año
siguiente. La fotografía es del habitual Luigi Kuveiller y la música del (casi)
siempre efectivo Ennio Morricone.
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