Don Gallico, un
destacado inventor de artilugios para espectáculos de magia, decide probar
suerte como mago. Ross Ormond, el propietario de la empresa de Efectos
Especiales donde trabaja (Illusion, Inc.),
le recuerda que todo lo que construya no es de su propiedad sino de la empresa.
A partir de ahí, el Gran Gallico provocará una espiral de terror en su intento
por vengarse de quien le tiene subyugado. En su camino, se cruzarán también un
mago aprovechado (el Gran Rinaldi), un detective empeñado en arraigar el uso de
las huellas dactilares en la investigación policial, una escritora de novelas
policíacas y la propia ayudante del mago. Una película dirigida por el autor de la sorprendente
Concierto Macabro y sobre el mundo de
la magia profesional, muchos años antes de El
Ilusionista, El truco final y El último gran mago (concretamente, de
1954). Cuenta con el protagonismo de un Vincent Price pre Corman, ya bien
especializado en personajes turbios y perturbados, con tintes de comedia y unos
efectivos FX. Sin embargo, la historia desaprovecha varias de sus sugestivas
premisas para transformase en un simple policial, con un final, además,
decepcionante. Tob Browning dirigió una película de temática similar, la
estupenda Milagros en venta.
Nostálgica y, a
la vez, ácida representación de las frustraciones que arrastra una vida de
amores no correspondidos así como del poso que deja en la vejez. George Cukor
se pone detrás de la cámara para rodar un intenso tour de force entre unos avejentados Laurence Olivier y Katherine
Hepburn, en el primero de los dos largometrajes para televisión rodados por el
gran director neoyorkino en el final de su magnífica carrera. Toda la función
se sostiene sobre las poderosas interpretaciones de ambos divos así como sobre un magnífico
guión, obra de James Costigan, pletórico de penetración, ingenio y sabiduría y
que casa a la perfección con las múltiples y acertadas referencias literarias
que salpican los diálogos (de Shakespeare a Dryden pasando por Browning y Stevenson). La
radiante fotografía de Douglas Slocombe, la generosa producción, la BSO de John Barry y la ligera
puesta en escena terminan de redondear este drama romántico aunque con final feliz,
diseñado para recobrar la confianza en el amor. Como dirían los cronistas de la
vida social del medio, que copan los mass
media en lugar de los críticos honestos, Amor entre ruinas es, nada menos, a bitterswett nostalgic comedy.
En las antípodas
de la reciente versión de Guy Ritchie,La vida privada de Sherlock Holmeses un cariñoso, sosegado y respetuoso
homenaje a la gran creación de Arthur Conan Doyle, a través de una de esas
historias que el Doctor Watson probablemente haya escamoteado alguna vez a los
lectores del Strand Magazine: la
historia de uno de los escasos momentos en que el consulting detective ha bajado la guardia frente a una mujer y, por
tanto, ha fallado parcialmente en uno de sus casos. La historia envuelve
convenientemente a un marido desaparecido, a un grupo de monjes, al Club Diógenes, a varios enanos, a una muy scottish
leyenda acuática e, incluso, a la propia reina Victoria, a través de una
narración relajada, con una dirección artística y una escenografía maravillosas
(de Alexandre Trauner y Tony Ingles, respectivamente, que repetirían motivos en
El hombre que pudo reinar), una
partitura adaptada por Miklós Rózsa de uno de sus conciertos originales y unos
sofisticados e irónicos diálogos (obra del propio director, Billy Wilder, y de
su colaborador habitual, I.A.L. Diamond). Robert Stephens está correcto en el
papel principal aunque no consigue imprimir el carácter que requiere el
personaje, como sí lo hicieron Basil Rathbone, Peter Cushing o Jeremy Brett.
Destaca, sin embargo, la excelente colaboración de Christopher Lee en el papel
de Mycroft Holmes. La historia, por cierto, fue drásticamente amputada por la
productora (United Artists), de las
más de 3 horas del montaje original a la duración con la que fue distribuida
comercialmente, 125’, y está basada en varios relatos de Conan Doyle,
especialmente en Los planos del "Bruce-Partington".
Sucia, embarrada
y arbitraria reactualización de varios clásicos del Spaghetti, especialmente de Por un puñado de dólares y, sobre todo, de Django,
con el típico rambling man
interpretado por Franco Nero aunque, esta vez, con más energía y vello que
nunca. Enzo G. Castellari, dándose cuenta de que no se podía estirar más el Euro Western (hablamos de 1976), apostó
por lo que Carlos Aguilar ha llamado la brutalización del género, añadiéndole un malsano nihilismo. Y, al mismo tiempo, apuesta por el sinsentido narrativo, de un
argumento plagiado hasta la saciedad, pero que, en este caso, se mueve entre flashbacks y recuerdos alucinados. Sin embargo,
aún habriamos de contar con otros epílogos de parecida ralea, comoMannaja (El valle de la muerte), de Sergio Martino. En el terreno cinematográfico, junto a constantes
homenajes al estilo de Peckinpah, Castellari ofrece varios sofisticados pero
gratuitos movimientos de cámara (como ese travelling
interminable alrededor de una conversación), inusitados encuadres y un montaje
abrupto. Y aquí está una de las pocas virtudes del film: la creatividad visual,
patente en 2 o 3 escenas que sorprenden por su imaginativa bizarría (el ejemplo
sería la escena en la que se identifican 4 balas con 4dedos y éstos con 4 víctimas). La BSO,
de los hermanos De Angelis, acierta en la letra pero no en el tono, ofreciendo
una partitura que aunque no tropiece con la imagen, sí acaba rechinando por sus
constantes efectos turbadores, como en el cuarto final, con los gritos de un
parto de fondo. Por cierto, de tan bien que salió la jugada, el subgénero tuvo
que ser enterrado.
Epítome máximo del género chick flick y objeto de regocijo (e, incluso, de culto) para varias generaciones de mujeres
a ambos lados del Atlántico. ¿La razón? Pues que Pretty Woman materializa una idea tan absurda como peligrosa: hasta
una puta tiene derecho a vivir sin preocupaciones económicas y sin dar ni
golpe. Solo tiene que casarse con un rico (sic). Vivian Ward (una mediocre Julia Roberts)
ejerce como hooker en Beverly Hills. Edward
Lewis (un mediocre Richard Gere) es un caballerete de tres al cuarto que gana muchísimo
dinero subido a la ola del capitalismo más salvaje. En un momento dado, sus
caminos se encuentran y comienzan a jugar al “yo soy rico pero tímido” – “yo
soy pobre pero atrevida”. Y ahí está toda la sustancia de esta historia, una
historia que parece una actualización naive
de La Traviata, aunque en su origen
parecía que se iba a centrar en un drama sobre la vida de las prostitutas
californianas. El resto de elementos del film
(técnica y artísticamente correctos) están al servicio de la sublimación de
este falso cuento de hadas, comprensiblemente un éxito cinematográfico en toda
regla. Y es que el machismo más inconsciente sigue campando a sus anchas porque,
como diría Luce Irigaray, la presencia de una prostituta (algo que se puede "comprar") hace resaltar el hecho
de que el tipo de sexualidad mostrada en la película está definido por el punto
de vista masculino. Estupenda premisa, pues, para una película que ha triunfado entre las mujeres.
Samantha (Jocelin Donahue), una joven estudiante,
responde a un anuncio en el que se solicita una babysitter para una noche muy
especial debido a un eclipse total de luna. Una amiga suya le acompaña a la
mansión de Connecticut donde tiene que pasar parte de la noche y, juntas,
descubren a sus raros propietarios. La amiga promete que volverá a buscarla una
vez acabado el eclipse, pasada la media noche. En las siguientes horas,
Samantha vivirá una serie de extraños sucesos. Rodada en 16mm, como homenaje a
la estética y a la narrativa típicas de buena parte del cine de terror de los
ochenta, The House of the Deviles
una película consciente de sus limitaciones y de su carácter mimético, un
carácter que, no obstante, consigue parcialmente superar debido a la humildad
de la propuesta y pese a su evidente artificiosidad y limitaciones. Al
contrario que en Death Proof, un
experimento similar, el homenaje a los clásicos satánicos y splatter de los setenta y de los ochenta
(La semilla del diablo, Carrie y Navidades negras, especialmente) se muestra parcial pese a la
presencia de Dee Wallace (Aullidos, Cujo) y de Tom Noonan, un oscuro actor
especializado en tétricos papeles. Y ello porque Ti West ofrece una historia
francamente endeble, especialmente su resolución, y porque tanto la fotografía
como la música se sienten bastante actuales. En todo caso, un film curioso por alejarse de algunas de
las principales corrientes del terror gore contemporáneo, llenas de hostales
siniestros, pruebas intrincadas e incautos viajeros.
Primera parte de una trilogía sobre las fuerzas vivas y
la política española contemporánea y una certera e inteligentísima alegoría (paródica, dicho sea de paso) sobre
los últimos años del franquismo. La excusa argumental consiste en que un empresario catalán (un soberbio
Sazatornil) pretende hacer negocio con la élite política de la época mediante
la introducción en España de los telefonillos automáticos. Para terminar de
afilar el dardo, la historia se desarrolla en el marco de una cazería, el melting business point por antonomasia
de la época. Argumento tan absurdo y carpetovetónico permite a Luís García Berlanga
desarrollar la más explícita de sus comedias políticas de costumbres (junto con
Todos a la cárcel). La película está
rodada con el estilo habitual del director, un estilo muy influído por el el
cine de Orson Welles o el de William Wyler: a base de constantes planos
secuencia y ágiles travellings, donde
la planificación y la improvisación se dan la mano en un éxtasis corrosivo orquestado
por el magnífico guión de Berlanga y Rafael Azcona. De hecho, hay un plano secuencia que ocupa casi 10’ de un rollo. Como en todo el cine del director, el
reparto coral y la frescura interpretativa perfeccionan el producto final con
la clase y la profesionalidad de la casta cómica de la época. La crítica
literaria, como la cinematográfica, nos debería hacer más conscientes tanto de
nuestro goce como de las razones del mismo. De hecho, como diría Henry James,
dicha consciencia nos estimula el intelecto y nos hace desear (y nos conmina a
salir a buscar) nuevos pastos con el que alimentarlo. El cine de Berlanga y el
de Buñuel, por ejemplo, forman parte de estos nuevos y exquisitos pastos.
Durante
la década de los setenta del siglo XX, una buena parte de las autoridades
políticas australianas querían situar el cine del país a la altura artística e industrial del
cine USAmericano y del europeo, para poder competir con ellos. En este sentido, esta
película de Peter Weir constituyó un momento decisivo. Para lograrlo, Weir transformó en imágenes
el relato casi gótico de Joan Lindsay, subrayando su componente antropológico. Picnic se convierte, así, en una parte
significativa de la experiencia europea en tierras aborígenes. La historia está
ambientada a comienzos de 1900 y narra la inexplicable desaparición de unas
estudiantes durante una excursión por Hanging
Rock, un lugar que parece desprender una extraña fuerza magnética. El
resultado es una pausada y absorbente película, influenciada por el Poe más
evocador (de ahí la cita del poema A
Dream within a Dream), que se sostiene sobre una impecable puesta en escena
y una fascinante fotografía de Russell Boyd (operador habitual del director), que
utilizó lentes de gran apertura para conseguir transformar el paisaje en un
personaje más. Todos estos elementos construyen una fascinadora atmósfera de
irrealidad e inquietud, a la que la ausencia de explicación lógica para las
desapariciones no hace sino beneficiar. Por eso se ha subrayado en los últimos
años el carácter misterioso del film,
más que su ambientación o sus componentes históricos. El detalle de los
relojes que se paran sin razón alguna recalca esa alegórica atmósfera campestre
que va dejando paso a un horror mucho más sutil, jamesiano. Y todo ello con un presupuesto más que ajustado. Muchas de las actrices que interpretan a las colegialas
desaparecidas son noveles, lo que explica lo mínimo de sus diálogos. Dos años
antes, en 1973 (el mismo año de Amenaza
en la sombra), el extraño director inglés Robin Hardy estrenó su cult movieEl hombre de mimbre, una película con la que comparte una
personalísima concepción del fantastique.
Pietro Paladini (Nanni Moretti) es un ejecutivo romano de
mediana edad que pierde a su mujer en el mismo momento en que esta ayudando a
su hermano a salvar la vida de dos mujeres que están a punto de ahogarse. A
partir del entierro, decide acompañar a su hija al colegio y se queda a pasar
el día a las puertas del mismo, un tanto culpable, un tanto descolocado. Esta
situación se funde con el proceso de fusión por la que está pasando la gran
empresa en la que trabaja Pietro. En todo caso, un día tras otro, Pietro pasa
el día trabajando desde los alrededores del colegio de la pequeña Claudia,
dando pie a situaciones tiernas y surrealistas así como a los más diversos
encuentros y desencuentros. Estupenda, emocionante y sorprendente película
italiana, dirigida por Antonello Grimaldi sobre la novela de Sandro Veronesi (más pesimista) y con dos
auténticas vetas de oro puro: una dramática y otra cómica. Pero ambas convenientemente
contenidas y diligentemente mixturadas. Además, el juego constante con las
elipsis y los sentidos supuestos así como con un montaje juguetón consiguen
memorables pasajes. En particular, se deberían destacar dos escenas: la de
Moretti llorando, amargado por la pérdida de su esposa, con absoluta
credibilidad y sin recurrir a esa dramatización, ya gastada, al estilo “grito
ahogado” de Al Pacino en El Padrino III;
y la de sexo, con Eleanora Cimontini (Isabella Ferreri), radiografía de la petite mort. Dos curiosidades: Roman
Polanski interpreta un papel que le vendría al pelo (tiene un cameo como
el capitalista que está espolenado la fusión) y una secuencia que lleva la
apropiada BSO de Radiohead, “Pyramid
Song”. Por cierto, hay una escena muy significativa, que resume muy bien el
espíritu del film y que consigue que
el espectador se sienta feliz al escuchar el encendido eléctrico de un BMW.
Tamaña proeza emocional solo se consigue con un guión muy bien trabajado, unos
actores soberbios y una puesta en escena que se hace casi invisible (sin llegar
a serlo, por cierto), de su franca naturalidad.
Mark Lester
dirige la historia de Andy Norris, un profesor de música que debe enfrentarse a
una pandilla de malhechores estudiantes, en su propio instituto. El clima de
miedo y agresión irá incrementándose hasta un violento y truculento tramo
final, con resultados ultragore. Nada que ver, por tanto, con la "ingenua"
cinta de Sidney Poitier, Rebelión en las
aulas, y sí mucho más con La naranja
mecánica o, incluso, con Semilla de
maldad, si bien la heredera directa de esta historia es Battle Royale. Una fórmula que mezcla
cine sobre los conflictos en el sistema educativo con alguna convención del slasher; una trama de suspense con una
pizca de giallo; y, todo ello,
aprovechando la psicosis social sobre las pandillas callejeras (en especial el punk), propio de la ultraconservadora
década de los ochenta. Aunque el film,
finalmente, funcione más bien como una película de acción con algún elemento de
terror. No por casualidad, el guión (basado en hechos reales) está escrito por
Tom Holland y el propio Lester, especializado en películas de mamporros. Por su
parte, Roddy Macdowall compone un excelente retrato de esa clase de profesor
frustrado y desesperado que tiene que cortar por lo sano. Una de las primeros
películas de Michael J. Fox, en el papel de temeroso estudiante. Apropiadamente,
la música es de Alice Cooper y el score
de Lalo Schifrin. Años más tarde, el director canadiense se atrevería a
perpetrar una especie de remake: Clase de 1999.