Primera parte de una trilogía sobre las fuerzas vivas y
la política española contemporánea y una certera e inteligentísima alegoría (paródica, dicho sea de paso) sobre
los últimos años del franquismo. La excusa argumental consiste en que un empresario catalán (un soberbio
Sazatornil) pretende hacer negocio con la élite política de la época mediante
la introducción en España de los telefonillos automáticos. Para terminar de
afilar el dardo, la historia se desarrolla en el marco de una cazería, el melting business point por antonomasia
de la época. Argumento tan absurdo y carpetovetónico permite a Luís García Berlanga
desarrollar la más explícita de sus comedias políticas de costumbres (junto con
Todos a la cárcel). La película está
rodada con el estilo habitual del director, un estilo muy influído por el el
cine de Orson Welles o el de William Wyler: a base de constantes planos
secuencia y ágiles travellings, donde
la planificación y la improvisación se dan la mano en un éxtasis corrosivo orquestado
por el magnífico guión de Berlanga y Rafael Azcona. De hecho, hay un plano secuencia que ocupa casi 10’ de un rollo. Como en todo el cine del director, el
reparto coral y la frescura interpretativa perfeccionan el producto final con
la clase y la profesionalidad de la casta cómica de la época. La crítica
literaria, como la cinematográfica, nos debería hacer más conscientes tanto de
nuestro goce como de las razones del mismo. De hecho, como diría Henry James,
dicha consciencia nos estimula el intelecto y nos hace desear (y nos conmina a
salir a buscar) nuevos pastos con el que alimentarlo. El cine de Berlanga y el
de Buñuel, por ejemplo, forman parte de estos nuevos y exquisitos pastos.
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