En las antípodas
de la reciente versión de Guy Ritchie, La vida privada de Sherlock Holmes es un cariñoso, sosegado y respetuoso
homenaje a la gran creación de Arthur Conan Doyle, a través de una de esas
historias que el Doctor Watson probablemente haya escamoteado alguna vez a los
lectores del Strand Magazine: la
historia de uno de los escasos momentos en que el consulting detective ha bajado la guardia frente a una mujer y, por
tanto, ha fallado parcialmente en uno de sus casos. La historia envuelve
convenientemente a un marido desaparecido, a un grupo de monjes, al Club Diógenes, a varios enanos, a una muy scottish
leyenda acuática e, incluso, a la propia reina Victoria, a través de una
narración relajada, con una dirección artística y una escenografía maravillosas
(de Alexandre Trauner y Tony Ingles, respectivamente, que repetirían motivos en
El hombre que pudo reinar), una
partitura adaptada por Miklós Rózsa de uno de sus conciertos originales y unos
sofisticados e irónicos diálogos (obra del propio director, Billy Wilder, y de
su colaborador habitual, I.A.L. Diamond). Robert Stephens está correcto en el
papel principal aunque no consigue imprimir el carácter que requiere el
personaje, como sí lo hicieron Basil Rathbone, Peter Cushing o Jeremy Brett.
Destaca, sin embargo, la excelente colaboración de Christopher Lee en el papel
de Mycroft Holmes. La historia, por cierto, fue drásticamente amputada por la
productora (United Artists), de las
más de 3 horas del montaje original a la duración con la que fue distribuida
comercialmente, 125’, y está basada en varios relatos de Conan Doyle,
especialmente en Los planos del "Bruce-Partington".
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