Los hermanos Cohen, fieles a su espíritu transgresor pero también apegados a su potente conocimiento de la tradición
cinematográfica USAmericana, establecen una serie de múltiples contrastes entre
varios componentes del film: el
homenaje a muchas convenciones del género negro, especialmente a la obra de
James M. Cain (voz en off,
infidelidades, asesinatos, chantajes, etc.) al que añade un par de subtramas
interesantes (especialmente la de la formación musical); una BSO que alterna la
música clásica (de Beethoven) y un par de cortes de piano y violines de Carter
Burwell; una película pegada a la tierra (Santa Rosa, ese pequeño pueblo de
California) pero con una fotografía a veces neblinosa del gran Roger Deakins
(mitad tabaco y mitad vacilación); una película que se basa en la búsqueda de
la verdad (aunque la verdad “de jaqueca”), en el desentrañamiento judicial de
un caso de asesinato, pero que se encorva ante el principio de incertidumbre de
Heisenberg, defendido por un personaje memorable, Freddy Riedenschneider (“a
veces nuestra mirada altera lo que vemos, desconocemos lo que ha ocurrido de
verdad o lo que hubiera ocurrido si no hubieramos metido las narices en un
asunto”). Y, sobre todo, ese argumento contado al ritmo del discreto peluquero
que lo protagoniza y esa ironía constante, desde el principio hasta el final,
desde su concepción en color hasta su estreno en B&W. Por otro lado, el casting es realmente apropiado, tanto
Billy Bob Thornton como Frances MacDormand portan rostros de finales de los
cuarenta, de 1949, al igual que James Galdolfini, Michael Badalucco, Tony
Shalhoub o Scarlett Johansson, pero el que marca la diferencia es Jon Polito,
que compone un personajes a la altura de su talento. Una película que parece
que solo tiene una cara pero que mira al espectador con mil y un rostros, los
de los múltiples temas y asuntos que pasan por sus fotogramas (hasta hay una
referencia a las conspiraciones marcianas de los cincuenta, muy Daniel Clowes).
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