En la ciudad polaca de Lodz (un microcosmos del tipo del capitalismo industrial que se extendió desde Gran Bretaña en los siglos XVIII y XIX),
tres amigos, de distintas religiones y extracciones sociales (un prestamista
judío, un burgués protestante alemán y un católico noble polaco), deciden
levantar una fábrica textil con la que hacerse ricos. La película es un magnífico retrato de la
industrialización y de sus crueles consecuencias en la forma de vida de la masa obrera, aunque sin
ese romanticismo (digamos) sucio, de Hayao Miyazaki (presente en buena parte de
su obra de animación, desde El castillo
en el cielo hasta El viaje de Chihiro)
o sin esa capacidad profética del Metropolis
de Lang. Al contrario, Andrzej
Wajda muestra un mundo cruel y codicioso, compuesto por miles de seres
humanos, cuyas vidas infelices no tienen ningún valor, y por un numeroso pero
limitado círculo de ambiciosos hombres de negocios, burgueses y nobles, de
distintas religiones e ideologías, que, sin embargo, tienen todos algún en común:
compiten entre sí por adquirir riquezas, de una forma inmoral y sin escrúpulos y, a la
vez, explotan a sus “inferiores”, de todas las formas imaginables. Todos
conocemos cientos de ejemplos de distintas personas que han escapado a esta dinámica
vital, de explotación y avaricia, estadísticamente mayoritaria e históricamente
comprobable. Sin embargo, muchas veces hace falta que la literatura, el cine o
la historia nos recuerden que nuestros antepasados llevaron unas vidas más
propias de flores
pisoteadas que de seres humanos. Una película solventemente rodada, con un
estilo naturalista, de una crudeza aplastante, y que alterna la fiereza y la
parodia, la ironía y la reflexión, entre el clasicismo y la
metaficción. Como “documento de barbarie”, la película alcanza el nivel de
denuncia de hermanos gemelos suyos como Novecento,
Odio en las entrañas, La caída de los dioses o Rojos (para la cual, por cierto, Robert
Rosenstone trabajó como asesor).
No hay comentarios:
Publicar un comentario