Monumento cinematográfico a la
clase obrera y segunda parte del díptico fordiano sobre los desheredados del
capitalismo contemporáneo, levantado por un aliento social(ista) tan
justificado como emotivo. En un pequeño pueblo de Gales, la arraigada familia Morgan
se mata a trabajar en las minas de los Evans pero, poco a poco, como la escoria
que va cubriendo las verdes laderas del valle donde viven, las condiciones laborales de los trabajadores comenzarán a ennegrecerse y a sufrir los
vaivenes de los nuevos tiempos. Como es habitual en el cine del maestro, el
director se apoya en un guión escrito por otra persona (Philip Dunne, en este
caso, a partir de la semiautobiográfica novela de Richard Llewelyn), al que
Ford insufla vida gracias a una sabia concepción de la puesta en escena y del tempo fílmico, donde alternan las
escenas musicales y de humor con alguna de las más trágicas representaciones de
“la fábula de las abejas”. Al mismo tiempo, el retrato de las condiciones de
vida de los mineros, de sus tradiciones y de sus momentos de ocio así como la
actualidad de sus planteamientos, redondean una película que bordea el
melodrama pero que, finalmente, acaba emergiendo como uno de los más potentes
dramas del cine reciente. Ahh, no, si el film es de 1941. Aunque, a la postre, como escribe Tag Gallagher, “la memoria idílica
triunfa sobre la realidad trágica”. En todo caso, y en último lugar, hay que
destacar el sofisticado y nada complaciente análisis tanto del papel de la
religión como de los valores de las clases propietarias en la configuración de
una sociedad injusta desde sus mismas raíces.
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