En La Jungla,
ese clásico olvidado del siglo XX, Upton Sinclair se atrevió a retratar las durísimas
condiciones laborales de la industria cárnica en Chicago, así como el
sufrimiento de los animales. En la reciente Elizabeth Costello, Coetzee sugiere que el tratamiento que le damos a los animales es
similar al que los Nazis dieron a los judíos. De hecho, el autor surafricano
afirma que cada día se produce un genocidio al que damos la espalda tal como,
en su momento, ocurrió con el Holocausto. Sin llegar al extremo de Coetzee ni al nivel de detalle de Sinclair, este es el marco intelectual en el que situar esta película. Baltasar es un pequeño burrito que ha crecido entre
el cariño y los juegos de los hijos de sus propietarios. Sin embargo, al
hacerse mayor, Baltasar es utilizado, maltratado y explotado como bestia de
carga en todo tipo de duros trabajos. Los años pasan y el pobre Baltasar no siente
mejoría alguna en su durísima vida, llena de padecimientos e inclemencias.
Hasta que un día se escapa y regresa a la casa que le vió crecer. A partir de
ahí, la narración se va desarrollando de forma azarosa (como en El fantasma de la libertad de Buñuel) alrededor
de la figura de Baltasar. Elegía de la explotación animal por obra y gracia de
un realizador tan comprometido como experimental: Robert Bresson. El burro es
el símbolo de una entidad inocente en la que las personas que lo rodean
proyectan y descargan tanto lo bueno como lo malo, respectivamente, de sus
personalidades. Como la vaca de Nietzsche, el burro de Bresson rumia todo lo
que le rodea. Además, la metáfora del burro no deja de sosprender al espectador
que, a poco sensible que sea, podrá ver en ella la analogía con la propia vida
de la inmensa mayoría de los seres humanos, que vivimos en sociedades envilecidas,
indiferentes ante el sufrimiento ajeno y en las que hay poco espacio (aunque por
pequeño que sea, siempre lo hay) para la empatía y la solidaridad. Una
película valiente, adelantada a su tiempo (y al nuestro) por proponer una
emotiva defensa de los derechos de los animales mostrando, simplemente, su
condición sometida y subalterna. Estilísticamente, los encuadres, la puesta en
escena y el montaje recuerda a la escuela belga de la línea clara y a Tati. Por
cierto, alrededor de la historia del burrito, se agolpan distintas sub
narraciones humanas que quedan, como no podría ser de otro modo, en un segundo
plano gracias a la cámara jansenista de Bresson.
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