Paul Thomas Anderson prosigue con su radiografía de la sociedad USAmericana, tras retratar
el mundo del juego, la industria del porno, la televisión y el laberinto de
pasiones y frustraciones humanas que es la vida contemporánea. Por eso, la
película se transforma en un retrato de uno de esos pioneros, laicos y
ambiciosos, sobre los que se ha levantado el país, no solamente en el plano
material, sino también en el plano moral, ideológico, mítico. En este caso,
además, muestra las conexiones entre el mundo capitalista y el cristianismo y
lo hace ofreciendo una poderosa metáfora sobre la capacidad del dinero para
someter a todo lo que le rodea. Daniel Plainview es viudo, tiene un único hijo
y está levantando una empresa petrolera familiar, justo en los primeros años de
la industria. Con un estilo sobrio y alejado de barroquismos, tanto en el
montaje como en la puesta en escena, Anderson rinde homenaje a algunos clásicos
del cine como John Houston o George Stevens, alargando varios planos secuencia
y varios travellings, aunque la
influencia visual fundamental es, sin duda, Stanley Kubrick (atención al final) y, en el plano moral, Upton Sinclair (y su novela Petróleo). La
música es de una variedad y complejidad fascinante, aunque no siempre potencia
la sencillez de las imágenes o de los comportamientos morales pero sí el
carácter torturado del protagonista, excelentemente interpretado por un obsesivo
Daniel Day Lewis, que compone una figura moral ambiciosa, competitiva, que
acumula odio por sus semejantes y que solo quiere enriquecerse para aislarse
del mundo que le rodea. Una figura que recuerda, en algunos aspectos, al Jett Rink de Gigante. La película, finalmente, muestra una sociedad en
perpetuo cambio, deseosa de continuar con el progreso aun a costa de las
innumerables “florecillas pisoteadas al borde del camino” de las que hablara
Hegel. La próxima obra del director es The Master.
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