Peter Masterson, el padre de la protagonista de Tomates verdes fritos, prueba suerte con este drama romántico, protagonizado por un trío de excepción: la woodyalleniana Diane Keaton, el atractivo dramaturgo USAmericano Sam Shepard y Diane Lane (la ex pareja de Rusty James). Es decir, la historia se apoya fundamentalmente en el trabajo de los actores porque la historia, considerada en sí misma, no deja de balancearse entre el chispazo nostálgico y el más puro aburrimiento. Como datos curiosos, la trama se desarrolla en un pequeño pueblo de Texas, desde los años sesenta hasta la actualidad y, en concreto, alrededor de una tienda de ropa. En todo caso, The Only Thrill(en su hermoso título anglosajón) es una hermosa pelicula sobre dos relaciones amorosas a lo
largo de varias decadas: la de dos adultos que se hacen viejos y la de dos
post adolescentes que se hacen adultos. Lo interesante de la trama es la interrelación entre ambas parejas, debido al hecho de que son padres e hijos, madres e hijas. A todos los personajes, particularmente a los adultos, les impulsa el amor aunque, por desgracia, no les inunda y esto es parte del lado triste de la película. "Tú eres la unica emoción que necesito", se llega a decir en el film. En fin, un producto para todos aquellos que disfrutaron con El diario de Noa, con Los puentes de Madison y con esa otra curiosa película que es XX/XY.
Sergio Leone ha
sido uno de los más grandes estilistas de la historia del cine, llegando hasta
la obsesión por el detalle en la dirección artística, el vestuario y la
composición de los planos y los encuadres. Leone es, además, un director que ha
bebido de las fuentes cinematográficas más clásicas (al contrario que Quentin Tarantino, por ejemplo, cuya capacidad para poner en el mismo escalón el
clasicismo y la baratilla hace que su cinefagia, en ocasiones, asuste) pero que, sin embargo,
ha desarrollado una visión estética del medio fílmico muy personal (al
contrario que toda su caterva de imitadores). No obstante, su perfeccionismo
técnico (a diferencia del de Kubrick, por ejemplo) estaba al servicio de
poderosas y emocionales historias épicas, cuyo efecto más reconocido ha sido re
mitificar el género Western desde una perspectiva europea. En esta película, tercera entrega de su trilogía del
dólar, El rubio (Clint Eastwood) y Tuco (Eli Walach) van en busca de un
botín que se encuentra escondido en un cementerio. Tras sus pasos, se encuentra
el malvado Sentencia (Lee Van Cleef).
Al contraste entre las distintas interpretaciones, al alegórico y personalísimo
uso del tiempo narrativo, a la fecunda fusión de imágenes y BSO (gracias a un
Morricone mítico), Leone añade una considerable profundidad anamórfica a la
trama, a los personajes y a los diálogos, consiguiendo con este film la sublimación que del Western
había propuesto en sus dos entregas anteriores, Por un puñado de dólares y La
muerte tenía un precio, porque Hasta
que llegó su hora, su siguiente película, denota elementos un tanto
periclitados. Hay que subrayar un aspecto habitualmente ignorado: constituye un
acierto excepcional esas escenas en las que la cámara, en travelling, se abre a los espacios abiertos, a la realidad o a la
sociedad circundante, mostrando la estrecha conexión existente entre los juegos de la ambición personal (donde el
dinero lo es todo pero no sirve para nada, como dice el gran Carlos Aguilar) y
las luchas colectivas (en este caso, la Guerra de Secesión). Un film que
gana con cada visionado, con cada año que pasa, como le ocurre a la majestuosa
obra maestra que dejó para la posteridad el genio de Sergio Leone, Érase una vez en América.
Telefilm de autor sobre un perro adiestrado para
atacar a personas de raza negra, un perro que está infectado, por tanto, del
racismo de su dueño blanco anterior. El argumento es muy sencillo. Cuando una
joven actriz atropella a un perro aparentemente abandonado, lo lleva al
veterinario y lo salva pero, tras acogerle en su casa y convivir con él, una de
sus amigas sufrirá un ataque brutal. A partir de ese momento, se pondrá en
contacto con una empresa de entrenamiento animal con la intención de reeducar
al perro y de extirparle su odio racista. Con fugaces pero desgarradores destellos del genio de Samuel Fuller, la película se sigue con interés gracias
a un esquemático pero consistente guión (obra de Curtis Hanson y del propio
director que, a su vez, está basado en una novela del marido de Jean Seberg).
Además, hay que mencionar su loable perspectiva ética y su modernísima postura
en defensa de los derechos de los animales. Sin embargo, una dirección por
momentos rutinaria y un cierto sensacionalismo lastran el resultado final, así
como la mediocridad de algunas interpretaciones. Dos años después de esta
película, se estrenaría la archifamosa Cujo,
mientras que el curioso film de Isasi-Isasmendi
El perro data de 1976. A destacar la
interpretación de Paul Winnifield, la presencia de Burl Ives y del propio
Fuller, en un breve papel, así como la BSO de Ennio Morricone, con una
partitura machacona pero efectiva.
Lo primero que hay que destacar de este film es su impresionante fotografía, de
esas que te llenan la retina y te obligan a dejar en segundo plano a la
historia. Con una amplísima gama de colores y luces pero con particular dominio
del ocre y de la “hora mágica”,al
estilo de Vermeer, Néstor Almendros consigue sacar todos los matices lumínicos a
una espiga de trigo a la vez que el claroscuro de una fiesta al calor de una hogera.
Francamente, Almendros logra su mejor trabajo, pletórico de ideas, trucajes e
innovaciones, algo que inspiraría el trabajo de fotografía de Tess. Por su parte, Terrence Malick escribe y dirige su segunda
película, una historía mínima, rodada en Canada, alrededor de la difícil vida
de una joven pareja de jornaleros que pretenden aprovecharse de un potentado
propietario al que cren enfermo. Hay que decir que el argumento se desarrolla a
comienzos del siglo XX y parece estar inspirado en una obra de Alejandro Dumas
padre. Por su parte, la historia mantiene fuertes pero solapadas resonancias
sociales e, incluso, bíblicas, lo que la emparenta con Las uvas de la ira. Los símbolos pueden parecer evidentes aunque
parcialmente contradictorios: la siembra y la cosecha como metáfora de la vida
y del paso del tiempo; la casa solitaria, del individualismo y de la familia.
Estética y visualmente, la película va variando y pasa, así, del retrato
agrícola de Grant Wood al naturalismo rural de Andrew Wyeth y de éste al
constumbrismo de un Norman Rockwell o al realismo expresionista de un Edward
Hopper. Buenas intepretaciones del trio protagonista (Richard Gere, Sam Sephard
y Brooke Adams) y de Linda Manz, en su primer papel. Ennio Morricone acompaña a
las imágenes y al argumento con una BSO que no destaca precisamente por su
fuerte personalidad, ni melódica ni armónicamente hablando, aunque, por lo
menos, regala múltiples cortes y una cierta variedad estilística, coherente con
la música diegética y la de créditos (blues, country, folk y Camille Saint-Saëns).
En uno de los geniales poemas de Ángel González, el poeta
asturiano, tan amigo del Single Malt,
afirma que “aquel tiempo/no lo hicimos nosotros;/él fue quien nos deshizo./Miro
hacia atrás./¿Qué queda/de esos días?/Restos,/vida quemada,/nada./Historia: escoria”.
Historia, es decir, escoria. Los restos del incendio. Las sombras del calor. Lo que queda, también, de una familia difícil. Leopoldo
Panero, uno de los poetas laureados
del franquismo (junto con Luís Rosales, por ejemplo), murió en 1962. En 1975,
el director Jaime Chávarri estrenó este documental sobre la viuda y los hijos
del poeta. Chavarrí expone a la cámara las revelaciones que de manera
individual Felicidad Blanc, Juan Luís Panero, Leopoldo María Panero y Michi
Panero hacen (hicieron) a toda una generación de españoles que aún se frotaban
las manos en las ascuas de la fogata franquista. Lo más interesante es, sin
embargo, las conversaciones y discusiones que tuvieron entre ellos, llenas de
reproches, condescendencias y envidias. La película funciona, en un primer
plano, como la radiografía de una familia en crisis, años después de la muerte
del padre y con los traumas individuales que provocó una educación rígida e
hipócrita. Pero, en segundo plano, el desmoronamiento de dicha familia puede
interpretarse como una sinécdoque perfecta de las graves consecuencias psicológicas y familiares del desarrollo de la cultura franquista. Curioso
resulta descubrir la extraña mezcla de intelectualismo, agarrotamiento moral e
indiferencia vital de toda la familia, que no dudan en hacer risa,
retrospectivamente, acerca de la muerte de unos cachorros que fue ordenada por el
pater familias. Está claro: muchos
intelectuales confunden sensibilidad con una educación intelectual. Por cierto, aunque no es una película para todos los públicos, Ricardo Franco rodó una especie de secuela, Después de tantos años, debido al éxito relativo que tuvo en ciertos círculos.
Henry Fonda se
encierra con los otros 11 miembros de un Jurado para deliberar sobre la
inocencia o la culpabilidad de un acusado. De ellos se espera el más ecuánime e
informado de los veredictos. Sobre la obra teatral de Reginald Rose, Sidney
Lumet retrata el proceso de debate y discusión de este jurado, con las
tensiones y entimemas propios de cualquier deliberación judicial. Por eso, Lumet
presenta los argumentos de unos y de otros y estrecha el círculo sobre la posibilidad de condenar
a alguien existiendo una duda razonable sobre su culpabilidad. Y lo hace
mediante una soberbia puesta en escena, que debe tanto a la televisión de la
época como a una concepción teatralizada de la dirección cinematográfica. La
película se transforma, así, en un análisis del proceso judicial anglosajón,
con manifiestas intenciones pedagógicas, con unos consistentes toques de denuncia
aunque, a la postre, se transforma en un vehículo de exaltación del sistema. Una
línea de diálogos magníficamente destilada, concisa y punzante, sobresalientes
interpretaciones y debates sociales y jurídicos para una radiografía de una
buena parte de la población USAmericana de la época, volcada en una tensa
narración judicial que te atrapa desde el principio y va creciendo, plano a
plano, escena a escena, hasta el anticlimático pero radiante final. En España,
en 1973, se grabó una estupenda versión para TV en el añejo Estudio Uno
(versión patria del Studio One de la
CBS), bajo la dirección de Gustavo Pérez Puig y con un reparto de lujo: José
María Rodero, Jesús Puente, Sancho Gracia, José Bódalo, Manuel Alexandre o
Ismael Merlo, entre otros. La BSO incluía una versión de The House of the Rising Sun. Por su parte, el director de El exorcista, dirigió una magnífica
adaptación para la TV en 1997. Por cierto, el argumento tiene mucho que ver con
la extraordinaria el Incidente en Ox-Bow.
Las apariencias engañan. La normalidad suele esconder sombras
de represión e infelicidad. Y lo anormal, en la mayoría de las casos, no es ni
tan grave ni tan peligroso como la normalidad imagina. La historia deJuegos secretos se desarrolla en un
barrio residencial normal. Un barrio de clase media holgada, con matrimonios,
hijos pequeños y unos padres que esconden distintas adicciones, traumas o algún
tipo de extraño secreto, que la gente normal esconde a sus semejantes y suele
estar relacionado con una filia sexual, como en Hapiness, de Todd Solonz. En el centro de la trama, Sarah (Kate
Winslet), una especie de Emma Bovary contemporánea, que busca realizarse más
allá de su papel de esposa y de madre y que, un buen día, topa con un hombre en
su misma situación, Brad (Patrick Wilson). Sus respectivas parejas les
desatienden y minusvaloran y por ello se desencadena toda la trama. En el plano artístico, junto a una narración que ha sido encuadrada y montada de forma
convencional, el director va insertando pequeños y cinéfilos detalles: un zoom hacia atrás a lo Kubrick, unos
planos de detalle a lo Wes Anderson, algunos motivos utilizados por Gus Van
Sant, esa saturación de luz a lo Soderberg, una morosidad a lo Shyamalan, una
planificación a lo Sam Mendes, etc. Sin embargo, hay varios destellos de
auténtica personalidad, como en la puesta en escena en la secuencia de la piscina.
Por otro lado, los actores están realmente bien, en particular Kate Winslet y Jackie
Earle Haley. Además, el guión esta construido con una tercera persona en voz en off, que es el narrador, que sobrevuela
por encima del comportamiento de los personajes y da sentido a una historia que
finalmente, de una insólita manera, consigue situar a cada personaje un poco
más allá de donde estaban al comenzar la película. Un drama en la línea de En la
habitación, la
ópera prima del director, Todd Field.
Uno de los clásicos de la época dorada de The Walt Disney Company, dirigido por el
autor de varios éxitos de la productora, Clyde Geronimi, con la colaboración de
dos pesos pesados de la compañía, Hamilton Luske y Wilfred Jackson. Si en todas
las historias de la Disney aparece la típica concepción conservadora de la
vida, propia del fundador de la compañía (llegando al estereotipo femenino y al
machismo de Blancanieves y los siete
enanitos y La bella durmiente o a
la glorificación de la ética protestante del trabajo en Tiempo de melodía), en esta narración es relativamente difícil (aunque
no imposible) encontrar una cierta visión conformista de la realidad detrás de
la fachada subversiva y surrealista de la trama, respetuosa, eso sí, con el
espítiru de las dos novelas originales de Lewis Carroll (Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo), aunque amputadas en más de una parte. Así, se
quedan fuera múltiples trabalenguas, los poemas nonsense (defendidos por Chesterton), varios personajes y capítulos, los juegos lógicos, las
referencias ajedrecísticas, algunas reflexiones retorcidas sobre la realidad y
los sueños, etc. Además, el argumento de las dos novelas está mezclado y la
trama tiene varios añadidos, cosecha de la casa. En todo caso, el trabajo de
animación es impresionante aunque el diseño de personajes esté inspirado, claramente,
en la obra del ilustrador original, John Tenniel. Por otro lado, la popularidad de
los caracteres (ese sombrerero loco que
recuerda a Bertrand Russell),
la riqueza de los colores (filmados en Technicolor) y los sorprendentes gags visuales (como el que señala Martin
Gardner sobre la Oruga)
hacen de la película una experiencia inolvidable
(mucho más que la reciente y saturada opera burtoniana), una experiencia que el
ritmo y la música no hacen sino acompañar deliciosamente. Y todo ello en poco
más de 70’. Hay partes, por cierto, que serán recuperadas por el imaginario de
Jim Henson mientras que otras recuerdan a El
mago de Oz.
El sargento de policia Howie (Edward Woodward) llega a
una isla de las Highlands escocesas para investigar la desaparición de una
joven. Según va avanzando en sus pesquisas comienza a vislumbrar la verdadera
razón de dicha desaparición, en un ambiente bucólico y misterioso que no
oculta una forma de vida druídica, pre cristiana. Robin Hardy es el autor de esta
joya del cine de los setenta, poseedora de un aura maravillosa y de un
exquisito sentido del fantastique,
conseguidos gracias solo a la inteligente mezcla de un conjunto de factores: un
texto maravillosamente escrito por Anthony Shaffer (el guionista de Frenesí y de La huella), la BSO (música y canciones, algunas sobre poemas de
Robert Burns y su John Barleycorn) de Paul Giovanni y Magnet
así como la fotografía del reputado Harry Waxman. Además, la película cuenta
con las siempre estimulantes presencias de Ingrid Pitt y de Britt Eckland así
como de Christopher Lee, en una papel que recuerda a una especie de Dios Pan. El
sofisticado trabajo de dirección de Hardy destila todos estos factores en el
alambique perfecto, regalando a todos los fans
de la imaginación un portento visual y musical que, además, es un canto ético. Por
otro lado, toda la historia evoca en la memoria del espectador alguna de esas
narraciones del gran Arthur Machen sobre cultos paganos y misterios ancestrales,
en los que la naturaleza, el sexo y la sangre se hacían uno en ceremonias
sacrificiales, todo ello en nombre de Old Gods
y de opulentas cosechas. Para terminar, la historia evoca en la memoria El ojo del diablo, una extraña película dirigida por J. Lee Thompson en 1966.