John Sayles es uno de los directores más decididamente comprometidos
de todo el cine USAmericano. Con ese idealismo propio de las personas de fuerte
carácter, Sayles lleva más de 25 años intentando poner en imágenes sus propios guiones sobre los detritos
de una sociedad competitiva, codiciosa e indiferente ante el sufimiento ajeno.
Una sociedad que, además, se esconde tras su hipocresía moral y su falsa
religosidad. En Matewan retrató las
luchas obreras de los años veinte; en Ciudad
de esperanza mostró el sucio negocio inmobiliario; en Hombres armados presentó un convincente alegato contra la crueldad
que ejerce el hombre blanco sobre El Otro.
Y así hasta su conmovedor mosaico vital de La
tierra prometida. Por otro lado, Sayles también tiene algunas primerizas rarezas
de serie B como El hermano del otro planeta o The
Return of the Secaucus Seven. Pues bien, en esta ocasión, el argumento gira
en torno a una trama de corrupción política, con el telón de fondo de unas elecciones a gobernador, la
inmigración ilegal y un grave desastre ecológico. Para presentar los
distintos puntos de vista y hacerlos más interesantes, Sayles organiza toda la
historia alrededor de una investigación policial (en un estilo que guarda similitudes con el James Goodman de Stories of Scottsboro), algo que el propio Sayles ya había practicado en la magnífica Lone
Star, lo que le permite presentar su crítica de una forma poliédrica y
así, además, insuflar a su cine esa apasionante mezcla de razas y clases
sociales que hacen de él un genuino cine
de frontera. Además, la lista de actores y colaboraciones es muy jugosa. Sin
embargo, una subtrama amorosa y una realización cuasi televisiva restan empaque
al conjunto, aunque la fotografía sea de Haskell Wexler, nada menos. Por cierto, el doblaje al
castellano es infame. [Spoiler: el
conjunto, finalmente, destaca por su arriesgada apuesta y por su desolado
final. Al contrario que en Erin Brockovich
o que En tierra peligrosa, los más
humildes y el medio ambiente no suelen salir victoriosos. Y es que Sayles sabe
que, en la realidad, no suele haber finales felices].
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