Las apariencias engañan. La normalidad suele esconder sombras
de represión e infelicidad. Y lo anormal, en la mayoría de las casos, no es ni
tan grave ni tan peligroso como la normalidad imagina. La historia de Juegos secretos se desarrolla en un
barrio residencial normal. Un barrio de clase media holgada, con matrimonios,
hijos pequeños y unos padres que esconden distintas adicciones, traumas o algún
tipo de extraño secreto, que la gente normal esconde a sus semejantes y suele
estar relacionado con una filia sexual, como en Hapiness, de Todd Solonz. En el centro de la trama, Sarah (Kate
Winslet), una especie de Emma Bovary contemporánea, que busca realizarse más
allá de su papel de esposa y de madre y que, un buen día, topa con un hombre en
su misma situación, Brad (Patrick Wilson). Sus respectivas parejas les
desatienden y minusvaloran y por ello se desencadena toda la trama. En el plano artístico, junto a una narración que ha sido encuadrada y montada de forma
convencional, el director va insertando pequeños y cinéfilos detalles: un zoom hacia atrás a lo Kubrick, unos
planos de detalle a lo Wes Anderson, algunos motivos utilizados por Gus Van
Sant, esa saturación de luz a lo Soderberg, una morosidad a lo Shyamalan, una
planificación a lo Sam Mendes, etc. Sin embargo, hay varios destellos de
auténtica personalidad, como en la puesta en escena en la secuencia de la piscina.
Por otro lado, los actores están realmente bien, en particular Kate Winslet y Jackie
Earle Haley. Además, el guión esta construido con una tercera persona en voz en off, que es el narrador, que sobrevuela
por encima del comportamiento de los personajes y da sentido a una historia que
finalmente, de una insólita manera, consigue situar a cada personaje un poco
más allá de donde estaban al comenzar la película. Un drama en la línea de En la
habitación, la
ópera prima del director, Todd Field.
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