Lo primero que hay que destacar de este film es su impresionante fotografía, de
esas que te llenan la retina y te obligan a dejar en segundo plano a la
historia. Con una amplísima gama de colores y luces pero con particular dominio
del ocre y de la “hora mágica”, al
estilo de Vermeer, Néstor Almendros consigue sacar todos los matices lumínicos a
una espiga de trigo a la vez que el claroscuro de una fiesta al calor de una hogera.
Francamente, Almendros logra su mejor trabajo, pletórico de ideas, trucajes e
innovaciones, algo que inspiraría el trabajo de fotografía de Tess. Por su parte, Terrence Malick escribe y dirige su segunda
película, una historía mínima, rodada en Canada, alrededor de la difícil vida
de una joven pareja de jornaleros que pretenden aprovecharse de un potentado
propietario al que cren enfermo. Hay que decir que el argumento se desarrolla a
comienzos del siglo XX y parece estar inspirado en una obra de Alejandro Dumas
padre. Por su parte, la historia mantiene fuertes pero solapadas resonancias
sociales e, incluso, bíblicas, lo que la emparenta con Las uvas de la ira. Los símbolos pueden parecer evidentes aunque
parcialmente contradictorios: la siembra y la cosecha como metáfora de la vida
y del paso del tiempo; la casa solitaria, del individualismo y de la familia.
Estética y visualmente, la película va variando y pasa, así, del retrato
agrícola de Grant Wood al naturalismo rural de Andrew Wyeth y de éste al
constumbrismo de un Norman Rockwell o al realismo expresionista de un Edward
Hopper. Buenas intepretaciones del trio protagonista (Richard Gere, Sam Sephard
y Brooke Adams) y de Linda Manz, en su primer papel. Ennio Morricone acompaña a
las imágenes y al argumento con una BSO que no destaca precisamente por su
fuerte personalidad, ni melódica ni armónicamente hablando, aunque, por lo
menos, regala múltiples cortes y una cierta variedad estilística, coherente con
la música diegética y la de créditos (blues, country, folk y Camille Saint-Saëns).
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