Quinta película del
director canadiense Denis Villeneuve, que cuenta una historia
implacable y muy intrincada pero que, finalmente, no termina de convencer.
¿Por qué? Primero, por la forma de ser contada. Si la madre conoce toda la
historia, ¿qué sentido tiene el puzzle que les pone delante a los hijos?
Segundo, porque no ofrece un retrato complejo ni convincente de los problemas
que padece lo que el Foreign Office llama
el Oriente Medio. Y, tercero, porque tampoco convence en el nivel del drama
personal, por su naturaleza rocambolesca, más propia de un culebrón que de la
lectura de un testamento. Pero en abstracto sí funciona. Por una
triple apuesta. Como una apuesta contra la ira y el odio. Como una
apuesta por la identidad rota por la guerra. Y como una apuesta en favor de la
libertad para reconstruirnos pero también para mantener determinadas
tradiciones. La puesta en escena, eso sí, es de una sutileza, de una elegancia
y de una riqueza visual dignas de elogio. No por
casualidad, el mismo director es el autor de las interesantes Enemigo y Prisioneros. La música, por cierto, es de una de las bandas más
creativas de las últimas décadas, Radiohead.
Otra cosa es qué pinta en este film.
Ahh, sí, la multiculturalidad. Las interpretaciones tampoco son especialmente
reseñables, aunque sí la ambientación. En definitiva, una forma muy enrevesada
de contar una historia que se podría haber contado con muchos menos retruécanos
narrativos, con muchas menos casualidades y con un buen puñado de asesores
históricos. Nada que ver con ese espléndido ejercicio de narración
histórico-documental que es Vals con Bashir, por ejemplo.
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