Tras el éxito cosechado
por la adaptación de su novela en 1973, el autor de El exorcista, William Peter Blatty, se puso tras la cámara para
rodar la que él mismo consideró la secuela legítima del film de Friedkin. Y ello por dos razones. Primera, porque casi
nadie quedó contento con la película de John Boorman. Segunda, porque si el
espectador está atento, podrá encontrar varios lazos de unión (tanto materiales
como espirituales) entre el clásico de terror y este
trascendente y semidesconocido producto Hollywoodiense. Los temas sobre lo que
versa el guión son nada menos que la violencia, el trauma y la culpa, por un
lado, y la muerte, la vida y la expiación, por el otro. Stacy Keach es un
psiquiatra que llega a un castillo donde residen varios oficiales con serios problemas
mentales y extrañas conductas. Gente que parece poseída. Poco a poco, se irán revelando las
causas y las posibles soluciones a tan enigmáticos comportamientos y el
espectador, si tiene un poco de paciencia, podrá disfrutar de una pieza de
relojería que sorprende por su arriesgado argumento, su efectiva realización y
su contundente mensaje. Además, la ambientación, las interpretaciones, la
música y un bien surtido grupo de actores en horas altas, redondean el producto
final obligando a preguntarse por qué la historia del cine sepulta obras como ésta mientras, a la vez, ensalza castañas pilongas como El precio del poder o El lago azul, por ejemplo. Por
cierto, justo 10 años después de este título, Peter Blatty, como si fuera un
Michael Crichton cualquiera, rodaría la tercera parte de su escandalosa obra
maestra.
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