Después de rodar una de las pocas películas
USAmericanas de los cincuenta con la presencia de un auténtico serial killer, Without Warning, el desconocido Arnold Laven estrenaría otra pareja
de excelentes (aunque humildes) films
noir, el presente y No hay crimen
impune, con la presencia del siempre avieso Broderick Crawford. En este
caso, el detective-capitán Barnaby (Edgar G. Robinson) se ha de hacer cargo de
varios casos, el principal de los cuales es averiguar quién ha
matado a un agente mientras un par de bribones robaban un coche. Con un
carácter ciertamente documental (la vida en la comisaria es una auténtica
delicia) y entrelazando varias historias, Laven compone una excelente muestra
de esa clase de cine policíaco, políticamente comprometido, que se rodó en el
Hollywood de las décadas de los años treinta, cuarenta y cincuenta. La puesta
en escena es tan sólida como un Buyck del 52 y tan fluida como la lengua de un
predicador. No por casualidad, el director se formó en las Fuerzas Armadas y en la televisión. Los actores se mueven por la trama y por L.A. como si fueran auténticos
policias y auténticos malhechores y todo el producto final rezuma esa extraña
autenticidad propia del mejor Hammett, resultado de una envidiable mezcla de
drama, un sentido del ritmo apabullante y varias escenas humorísticas
excelentemente insertadas en la trama. Entre los actores, además del mencionado
Robinson (por entonces inmerso en varias comparecencias ante el HUAC del senador McCarthy), que está
tremendo, aparecen Paulette Godard y un jovencísimo Lee Van Cleff.
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