Decía Oscar Wilde que el matrimonio es una carga
demasiado pesada para que solo sea llevada entre dos. Es decir, Wilde subrayaba
la irrenunciable compañía de la infidelidad en el seno de la institución
familiar. Un arquitecto (Kirk Douglas) conoce a la madre de un amigo de su hijo
(Kim Novak) y mutuamente se atraen y se enamoran. Pero ambos están casados,
aunque no del todo felizmente. Rodada con esa puesta escena elegante y liviana,
típicamente made in Hollywood, la
película subraya muy bien los momentos melodramáticos y de duda, con unos
juegos de espejo realmente ingeniosos. De hecho, el realismo figural que
destilan sus fotogramas y su narración se transforma en una llamada a futuros
adúlteros. Como ha escrito Bertrand Tavernier, estamos ante un auténtico “idilio de barrio”, como Juegos secretos. El film muestra dos tipos de personas, unas
más convencionales y otras más exclusivas. Éstas últimas muestran su insatisfacción
dando de nuevo una vuelta a la ruleta del amor, encendiendo las ascuas de la
pasión con nuevos descubrimientos, con el juego del enamoramiento y de los
escarceos sexuales. Pero, en un plano más inasible, la película es un canto interruptus a una forma de vida
apasionada, anticonvencional y creativa, fuera de rutinas, hábitos y etiquetas.
Sin embargo, la película muestra que esto es también un espejismo, una quimera:
aunque el ardor y el entusiasmo sean imprescindibles en la vida, no duran infinitamente. Y Evan Hunter y Richard Quine lo saben a la perfección. Por eso
es una obra adulta, madura, al margen de los ensueños juveniles sobre el amor y
la vida en pareja.
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