James Cameron vuelve al tema que mejor conoce
para dar rienda suelta a su poderosa imaginación y a su sobresaliente control
de medios en esta epopeya alegórica sobre la codicia humana y sobre otras
formas de vida más solidarias y compenetradas con su medio ambiente, aunque
también sean cazadores (como en Bailando
con lobos). Siguiendo una estructura que el director ya ha utilizado en
varias de sus películas (como en Aliens),
Cameron despliega un puñado de personajes estereotipados y un argumento muy
sencillo, que se basa en la perdida de la inocencia y en sus consecuencias
morales (como en La selva esmeralda),
para enfrentar dos formas de ver el milagro de la vida: la de quienes buscan
lucrarse a toda regla (y quienes les defienden) y la de quienes deciden vivir
en comunión con su hábitat (y quienes les estudian y comprenden) Aborígenes
frente a comerciantes, por tanto. O cientificos frente a militares (como ya
había tratado George Romero en El día de los muertos vivientes). Dos formas de vida que se concretan en los valores
que han movido a Occidente en su expansión mundial (avaricia, racismo y poderío
tecnológico-militar) y al resto de diferentes formas de vida. Cameron desarrolla
una producción pionera (rodada con una cámara 3D), majestuosa en todos sus
aspectos técnico-artísticos (atención al maravilloso despliegue visual en Pandora) pero que fracasa en redondear
una historia de amplias resonancias éticas y políticas al elegir el camino más
trillado y, sobre todo, al transitar por ese otro camino bienintencionado que puede
terminar por amodorrar al espectador (lo mismo que hizo Star Trek: Insurrección). En este sentido, es un producto más
parecido a un videojuego (WoW o Final Fantasy) que a un film maduro.
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