En 1974, Luis Buñuel sacó la cámara para seguir con
su estilo surrealista a una serie de personajes atrapados en su propia vida.
Las escenas y las historias estaban conectadas por el puro azar y solo
mostraban una continuidad arbitraria, tanto respecto de la línea narrativa
temporal como espacial. Pero no era la primera vez que se llevaba a cabo un
experimento de esta clase. En La ronda,
Max Ophüls mostró las pulsiones sexuales y amorosas de la Viena fin de siècle a través de una serie de
estampas nocturnas cuyo lazo de unión era un personaje que encadenaba una
escena con la siguiente. La base literaria, más que teórica, era la obra de
Arthur Schnitzler. Sobre esta doble inspiración, cinematográfica y literaria,
Richard Linklater estrenó su primera película, producida, escrita, rodada y
protagonizada por él mismo en 1991. La idea consistía en mostrar una parte de
la población urbanita de Austin, a comienzos de la década de los noventa, para hacerles
interactuar, para hacerles hablar entre ellos, para exhibir su perdida de
valores y su ausencia de anclajes vitales, para expresar su nihilista
holgazanería y, sobre todo, para articular la compleja, rica e irónica
personalidad de su director, que lo mismo te habla sobre Videodrome y Dostoievski que sobre el anarquismo catalán y el
infierno de la sociedad consumista. El resultado no es apto para todos los
públicos salvo para los que hayan sentido el aburrimiento del flâneur, como muestra Kevin Smith en Clerks.
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