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Una vez escribió el más
atrabiliario de los críticos modernos,
Sainte-Beuve, que un clásico es muchas
cosas: una obra bella, una obra sensata, una obra sana, una obra que nos debe
enriquecer el espíritu y que debe ser fácilmente comprensible para la época que
lo produce. Pero, al mismo tiempo, el archienemigo de Marcel Proust subrayaba
la idea de que un clásico debe devolvernos “nuestros propios pensamientos con
toda
riqueza y madurez” además de darnos “esa amistad que no engaña”. Pues
bien, frente a varias obras cinematográficas del siglo XX podemos encontrarnos
con todos estos valores, independientemente de ese juego secreto de acuerdos
entre críticos y lectores que caracteriza la elaboración de las diferentes
listas y cánones de clásicos.
Sergio Leone, poseedor de una filmografía
envidiable (por su calidad intrínseca pero también por el enorme esfuerzo de
autosuperación que representa), es autor de, al menos, dos clásicos
contemporáneos:
El bueno, el feo y el
malo y
Hasta que llegó su hora,
curiosamente dos
Westerns. Aunque
parece evidente que su testamento cinematográfico,
Once Upon a Time in America, es la más compleja y rica de todas
sus películas, incluso habiendo sido amputada y re-montada por la productora, la
conservadora Warner Bros, a su real antojo (por cierto: hay una edición, de casi 250', que parece que se acerca a lo que originariamente quería el director). Estamos ante una maravilla
narrativa (laberíntica, cronotípica y lineal a la vez) que, a la par, ofrece un
conjunto de interpretaciones estratosféricas, una BSO
mítica de Morricone y que,
en conjunto, se presenta como un retrato generacional, como una reflexión sobre
los efectos del tiempo en la amistad y como un retrato del lado oscuro de la
historia reciente USAmericana. Martin Scorsese intentaría hacer algo parecido
con
Gangs of New York pero su
resultado no llega ni a la suela de los zapatos a esta obra maestra de 1984. A
propósito: el
film está repleto de
planos y de
escenas memorables.