Casi siguiendo la estructura de
un documental (donde se van preparando, poco a poco, paso a paso, los
acontecimientos finales de una tragedia rural), el director Felipe Cazals va
presentando a los distintos actores de un acontecimiento real que tuvo lugar en
el estado mexicano de Puebla, en los años sesenta: un pueblo ignorante y
violento (manejado con puño de hierro por la Iglesia católica, igualmente
ignorante y violenta), aniquila a un grupo de estudiantes a los que se confunde
con peligrosos “comunistas”. Y lo hace con inusitada crueldad, saña y
salvajismo, al grito de “Cristianismo sí, comunismo no” (sic). Las últimas escenas del film se sienten duras,
descarnadas, quedan grabadas en la memoria del espectador, que no puede huir
del presente con esas típicas películas nostálgicas o escapistas que atiborran
los multicines de todo el mundo. Canoa
obliga al espectador a quedarse en su presente más doloroso y recompensa su
morbo con una explicitación del horror más cotidiano: ese que nace del
sometimiento religioso y de la opresión política y va dirigido contra lo
diferente, contra lo extraño, contra lo que Lévinas llamaría “El Otro”. Aunque,
en realidad, ni lo sea ni lo pueda ser. Una multipremiada versión naturalista y descarnada
del clásico del cine gore 2.000 maníacos, con la fuerza de lo que
parece estar registrado por un noticiario de la TV y por un equipo de
reporteros. De hecho, la película va dividiéndose en segmentos, acompañados con
fotogramas explicativos, imágenes documentales, monólogos de los propios
actores y comentarios de un ficticio habitante del pueblo protagonista, San
Miguel Canoa, en las faldas de La Malinche. Una tragedia rural, una especie de
“negro corrido”, que te alerta de la crueldad a la que pueden llegar tus
convecinos.
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