Cada generación ha de reescribir las
historias de su pasado. Y da igual que sean sus historias reales o sus
historias imaginarias. Por eso, iba haciendo falta que se reescribieran las historias de James Bond. De ahí el estreno de Casino Royale y de Quantum of
Solace. Así que, poco a poco, se están desempolvando, desapolillando,
renovando. En esta ocasión, San Mendes coge el testigo para rodar una de las
más increíbles (por inverosímiles) de todas las películas de la saga, en
particular si la comparamos con los dos primeros capítulos de esta mini “resurrección”.
De hecho, recuerda un poco a una famosa escena de The Matrix fundida con las inauditas concatenaciones del guión de Miller’s Crossing. Para más inri, todos los planos, todas las
escenas, todas las secuencias se intentar rodear de un aire de qualité visual, de una niebla artística
(algo similar a lo que le ocurre al Batman
de Nolan), lo que no favorece la implicación del espectador, que se queda
contemplando un fuego de artificios sin mayor interés ni empatía. Es verdad que
el villano tiene cierto carisma, que las chicas Bond son sólidas y que el film tiene múltiples guiños a la
historia de la saga (lo cual va estimulando la memoria del público) pero, eso
no es suficiente: bajo un maquillaje de ridículo patriotismo, emerge un guión
desastroso y previsible, con varios chuscos agujeros, algunas frases infantiles,
un par de gracias desubicadas y mucha lectura freudiana de tercera clase. Así,
Bond aparece como un niño expósito traumatizado y con complejo de Edipo, que
tiene que romper con su pasado destruyendo su símbolo psicológico más
habitable: la mansión familiar. Podría haberse hecho algo mucho más lúcido pero
Mendes ha decidido seguir por el camino de la mitificación adolescente. Ni
siquiera la presencia de Albert Finney redime a este fallido intento
Hollywoodiense de adecentar la, tantas veces mancillada, épica bondiana.
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