La más mística de toda la saga,
esta tercera entrega de las aventuras post-apocalípticas del Loco Max sorprende
por su arriesgada concepción: en el contexto de la ultraconservadora década de
los ochenta, George Miller se atreve a continuar las peripecias anteriores del
ex policía Max Rockatansky en un mundo devastado, violento y cruel pero, al
mismo tiempo, le añade una parte antropológica donde una tribu de chiquillos
muestran a toda una sociedad denigrada y mercantilizada cuál es la esencia de
la civilización. Es decir, a una alegoría sobre el fin de la Humanidad, Miller
introduce una reflexión sobre la naturaleza del zoon politikón, en la línea de El señor de las moscas o, incluso, La
selva esmeralda. En su época se comentó, y mucho, tanto la música como la
presencia de la soul-star Tina Turner,
una poderosa mujer de más de cuarenta años que no desentonaba ni con la
historia ni con el espíritu del film.
En cuanto a lo demás (ambientación, diseño de personajes, vestuario, escenas de
acción, fotografía), todo en su sitio: como en las dos películas anteriores y
como en la espectacular última parte de la, por ahora, tetralogía, Mad Max: Fury Road. Por cierto, la
escena del Thunder Dome sigue
impresionando por su excelente planificación y montaje.
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