De igual forma que Alexander
McKendrick expuso con crudeza la forma en la que los medios de comunicación
representan el 4º poder en las sociedades que se desarrollaron tras la 2ª G.M.,
Robert Wise lanza un punch a todos
esos idealistas ignorantes que consideran que la razón de ser de una empresa no
es el simple y puro beneficio económico. Con una dirección milimétrica, cuidada
hasta el detalle y no exenta de ciertas audacias en la planificación, y con un
puñado de asombrosas interpretaciones (William Holden, Shelley Winters, Barbara
Stanwick, Fredric March, Louis Calhern), Wise destripa con sofisticación y
crudeza ese “capitalismo americano” del que habló J.K. Galbraith, así como las
pugnas de poder en los más altos órganos de dirección. La trama se centra en el
momento en que una gran compañía de base familiar, casi unipersonal, se queda
sin su cabeza decisora y todos los ejecutivos y asesores se lanzan en picado
para conseguir hacerse con el poder. La voz en
off del comienzo así lo avisa al espectador: los que tienen en sus manos
los más grandes negocios también están condicionados por las tentaciones que
padecen las personas normales. ¡Faltaría más! La película retrata ese mundo de
grandes decisiones empresariales, esas que el público no cree que pueden
influir a cientos, a miles de familias de trabajadores y de clases medias (esas
clases que Galbraith considero las víctimas de “la sociedad opulenta”). Y sí
que afectan. Y mucho. Como así resalta el excelso guión de Lehman (el mismo
artífice de Chantaje en Broadway). Un
guión que, final y lastimosamente, acaba deslizándose hacia la más burda “ciencia
ficción”. Pero eso no desmerece el enorme esfuerzo por desvelar las razones
egoístas y cainitas que están detrás de eso que hemos llamado “el capitalismo”,
que lo único que significa es, en realidad, “capital”. Pero no para ti ni para
mi.
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