2.5*
Otra de esos intentos actuales de
recrear ese estilo tan particular del cine de
terror de los setenta, rodada con
ese ritmo lento de quienes no tienen mucho que contar y subrayada por una
fotografía que se recrea innecesariamente en mil y un detalles (como
curiosidad, el espectador puede sumar todos los segundos que ocupan los planos
que no aportan nada a la trama). La historia gira en torno a una casa maldita,
una casa poseída por una serie de entidades chamuscadas (los Dagmar), parecidas a las mujeres de
Don't go in the House y que se
dedican a sembrar el pánico entre una pareja y sus extraños y
hippies amigos. Como no podía ser de
otra manera, los sustos se dosifican durante la trama, los efectos de sonido
hacen su papel y al final, toda la historia bascula entre
La niebla de Carpenter,
Pesadilla
en Elm Street y la
ghost story
clásica, transformando el
film en un
primer capítulo de una
posible franquicia. Sin embargo, la película, a la
postre, pierde todo su espeluznante efecto al mostrar a las extrañas
apariciones luchando contra el propio pueblo que las causó, un tal Aylesbury. Aunque,
por otra parte, algunos destellos de horror puro (como el primer contacto con
la fantasmagoría de la casa, a la luz de una linterna), alguna escena de humor
fino (como la de la sesión espiritista o la de los cuchillos), algunas
referencias meta-cinematográficas (como la de Providence o la propia presencia
de Barbara Crampton) o esos detalle socarrones que salpican todo el decorado
argumental (los personajes están todo el rato bebiendo B&J), hacen de su
visionado una
experiencia no del todo insatisfactoria. Los aspectos técnicos,
por su parte, no son especialmente destacables pero tampoco son
amateurs. Y los actores hacen bien su
trabajo, especialmente esa especie de Richard Crenna que es Monte Markham. Si
se quiere sangre a borbotones, mucho humo, quemaduras de tercer grado y un
final a lo
El proyecto de la bruja de
Blair, esta es la película.