La película comienza con el típico flashback
explicativo, propio de muchas cintas del género: un hombre, de vacaciones en San Francisco, conoce en el
hotel a un grupo de comerciales con los que sale una noche a divertirse. A la
mañana siguiente no se encuentra nada bien y decide visitar al médico.
Descubre, para su consternación, que alguien le ha envenenado con una extraña
sustancia luminiscente y que le quedan pocas horas de vida. Una película trepidante, con
una magnífica dosificación del suspense y una contundente resolución. Rudolph Maté dirigió esta historia en 1950, en plena eclosión del film noir, con un dinamismo y una economía de medios realmente
admirable, además de contar con un buen equipo de profesionales (Dimitri
Tiomkin, Ernest Laszlo, Duncan Cramer). Por supuesto, Edmond O’Brien borda el
papel y consigue imprimir al personaje esa desesperación propia de la
situación, por un lado, y la determinación con la que intenta descubrir quién y,
sobre todo, por qué le han envenenado. La escena en el club de jazz, The Fisherman, es magnífica, de una energía
musical, colectiva, sexual, arrolladora, al igual que la escena en la que
O’Brian corre por las calles de Frisco
al enterarse de su propio asesinato o esa secuencia final en el mítico edificio Bradbury (el edificio de Blade Runner).
Hay dos remakes, dirigidos por Eddie
Davies y por Annabel Jankel-Rocky Morton en 1969 y 1988 respectivamente, muy
inferiores a esta D.O.A. original, la
cual, por otro lado, es una libre adaptación de una película anterior de Robert
Siodmak.
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