Una dura historia sobre un policía trasnochado y autodestructivo, que va un paso por delante de todo el cuerpo y justo uno por
detrás de una trama de terrorismo islámico. Con fuertes pero digeridos ecos del
Pekcinpah de Quiero la cabeza de Alfredo
García y La huída, de ese Jean
Pierre Melville antiheróico y del Siegel de Harry
el sucio, Urbizu consigue su mejor trabajo hasta la fecha, en un film negro y fiero que sobresale por una iluminación
homogénea y exquisita. Cada plano (incluidos los generales) está equilibradamente compuesto, cada escena convenientemente
planificada, cada línea de guión es una parte acerada de un engranaje que
funciona, tanto en el nivel de la trama como en el del suspense, tanto en el
retrato de personajes (verosímiles aún en sus ropas arquetípicas) como en la
representación de un mundo sucio, desgastado, implacable: el Madrid del siglo XXI. Salvo por algún que otro bajón rítmico, cierta confusión argumental y una
BSO cuasi invisible que, paradójicamente, se nota cuando está (es decir, no acompaña,
no enriquece la historia; en este punto, probablemente, haya también un problema
con el sonido directo), la película es un dignísimo thriller con decenas de detalles que la hacen grande y más compleja
de lo que a primera vista puede parecer. Coronado se gana al espectador con su conseguido
mimetismo en el papel central, Santos Trinidad, mientras que el resto de actores cumplen con su papel (y ahí es
nada) apuntalando una historia que se construye, básicamente, con imágenes, no
con diálogos, como algunos de los mejores westerns.
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