Que el cine es un arte visual es algo que a menudo se
olvida, especialmente frente a películas particularmente literarias, saturadas de
diálogos. Sin embargo, de vez en cuando, hay artistas valientes que se atreven
a volver a la esencia de este arte apostando por una historia narrada con el único
apoyo del inexplicable poder de las imágenes –bueno, y de una apropiada soundtrack-. Este es el caso del film de animación El Ilusionista, de Sylvain Chomet , basado en un guión original del
gran Jacques Tati. Un pobre ilusionista francés -verdadero trasunto de Monsieur
Hulot- es contratado para un espectáculo en Londres. Tras una noche desastrosa,
el mago tendrá que ganarse la vida de pueblo en pueblo y de jefe en jefe, hasta
que llega a un apartado pueblo de Escocia donde las cosas parece que le
empiezan a ir mejor, lo que le tienta a establecerse en Edimburgo. Con unos diálogos prácticamente prescindibles, la película embelesa al espectador con una refinada y
caricaturesca animación, de reminiscencias Rackhamianas, pero también
consigue emocionarle con una mezcla de ternura, humor, tristeza y humanidad. Con
un detallista y fidedigno retrato de paisajes y paisanajes de ambos lados del
canal de La Mancha –a pesar de varios anacronismos-, el director asombra con
algunas escenas realmente memorables, como la de las plumas del relleno o la
escena del cine. Chomet espolvorea la historia con referencias a varios dibujantes,
como Hergé, a quien se homenajea en una escena calcada de La isla negra, o a Jacques Tardi, entre otros. La película, curiosamente, tiene
una estética que recuerda a la de Los
Aristogatos o la de 101 dálmatas, de la factoría Disney.
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