El gran poeta español Antonio Machado escribió unos
versos maravillosos en sus Proverbios y
cantares: “caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Pues bien, el
último film del director de Estación Central de Brasil responde a la
letra y al espíritu de estos versos. Al contrario que en su adaptación de los
diarios del Che Guevara, On the Road
es una película que, en el plano más superficial, constituye un retrato sobre
el placer (y la necesidad) de viajar y, por tanto, sobre la dificultad de echar
raíces (al contrario que Big Sur). Sin embargo, al final, intenta convertirse en una historia sobre el
desarraigo espiritual, entendido como metáfora del desencanto de buena parte de
la población USAmericana de postguerra, la llamada generación beat, que creció y vivió al margen de
las constricciones del american way of life,
entre aspiraciones artísticas, the
pursuit of happiness y un cierto decadentismo flaneur. Si Jack Kerouac (como antes su maestro Henry Miller) se
recrea en la construcción de personajes, en los diálogos, en el aliento
poético-filosófico y en la búsqueda vital (con un estilo bepop-iano), Walter Salles se centra (y he aquí,
el principal de sus errores) en la exaltación del lado más salvaje, lúdico e
irresponsable del movimiento (a costa de caer en varios tópicos y
reiteraciones), un salvajismo que, por otro lado, nunca fue una aspiración consciente
de Ginsberg/Burroughs/Cassady sino una consecuencia del extrañamiento vital,
una especie de huída hacia delante, como algunos personajes de Scott Fitgerald
o como el propio Holden Caulfield. La cuestión es si se vive para escribir o
hay que vivir para poder escribir. Desde el punto de vista cinematográfico, hay
que lamentar el carácter repetitivo de la estructura (remarcado por la BSO de Santaolalla), unas interpretaciones inseguras
y una conclusión abrupta e insatisfactoria.
Opera prima de Steven Soderbergh, de 1989, que fue merecedora
de la Palma de Oro en Cannes y que abrió el camino, de alguna manera, para la
explosión de cine indie de comienzos
de los noventa. Con un estilo cinematográfico relativamente personal (una
mezcla del cine de John Houston, Alan Rudolph y Robert Altman), Soderberg
disecciona diversas frustraciones humanas con la excusa de contar la historia de
un grupo de treinteañeros a la deriva. Las frustraciones resultan ser un tanto
típicas (incluso respecto de varias generaciones)
y, de hecho, parecen un tanto arquetípicas: una mujer felizmente casada pero
frustrada sexualmente; su marido, que le es infiel con su cuñada; una cuñada
que es una mujer independiente y desinhibida; y un amigo de la universidad con
problemas de desamor, impotencia y fetichismos varios (este es, sin duda, el
gran acierto del film). Pero la
historia arriesga en su planteamiento porque acaba dinamitando uno de los pilares
fundamentales de buena parte de la sociedad actual: la mentira del matrimonio
de conveniencia. En todo caso, Soderberg no se lanza a un cine hyperlink, que es el que luego
practicaría en varias ocasiones (como en Traffic),
sino que desarrolla una narración relativamente convencional, aunque con algún flashback/flashforward que queda justificado por motivos dramáticos. Por su
parte, las interpretaciones del cuarteto protagonista, espoleadas por el estilo
improvisado del director, son magníficas, particularmente la de James Spader. La
BSO, para terminar, es acertadamente weird,
una mezcla de música electrónica y sonido ambiente (al estilo Brian Eno, como
en Crash, de David Cronenberg).
Probablemente, la mejor disección que se haya rodado
jamás sobre el abismo en el que caen las personas celosas (muy por encima, por
ejemplo, de Primavera precoz, Que el cielo la juzgue, El infierno o Te doy mis ojos). Francisco Galván, un rico burgués, hombre de bien
y cristiano practicante, conoce a una mujer de la que se enamora perdidamente.
Consigue casarse con ella aunque estaba prometida con un viejo amigo. Sin
embargo, en la misma noche de bodas comienza a manifestar una exagerada
inseguridad por cualquier hombre con el que su reciente esposa mantenga una
simple conversación. Poco a poco, comienzan a aparecer los síntomas de los
celos patológicos, una enfermedad cruel y compleja que afecta tanto al enfermo
como a quienes le rodean, especialmente a la persona objeto de los mismos, que
padece un continuo calvario de insultos, acusaciones arbitrarias,
interrogatorios absurdos, vejaciones y demás artimañas de la sinrazón. Una
sinrazón en la que suelen caer las personas celosas, las cuales, incluso, pueden
desarrollar transtornos duales de la personalidad y paranoias de todo tipo. Aunque
el guión pudiera parecer un tanto exagerado en su desarrollo (respecto de los
efectos de la enfermedad en el protagonista y de la pusilanimidad de su esposa),
la radiografía sigue siendo estremadamente certera y, además, está rodada y
montada con esa aparente sencillez que está al alcance de muy pocos. Por su parte,
los grandes actores mexicanos Arturo de Cordova y Delia Garcés componen dos
excelentes intepretaciones.
Como en el clásido de Godard, Una mujer es una mujer, Valeria (Bárbara Bouchet) le pide
insistentemente a su marido musicólogo, David (Pier Paolo Capponi), que tengan
un hijo. Al no poder tenerlo, la mujer comienza a fantasear que mantiene
relaciones sexuales con varios hombres, lo cual termina por materializar. Poco
a poco, comienza a abandonar su orden burgués, desarrolla una profunda neurosis
y termina por perder la salud mental, por lo que su marido le interna en un sanatorio mental regentado por monjas. La segunda parte del film se desarrolla ahí dentro, en un ambiente de comportamientos y
personajes bizarros. Extraña producción de Brunello Rondi, repleto de ese
esteticismo malsano y sexual propio de buena parte de la serie B italo
setentera, con resultados bastante mediocres. Además, tanto la historia como su
presentación no son aptos para todos los públicos, tanto por su faceta sexploitation como por su tremendismo psicopatológico. Por último, convendría recordar su naturaleza metafórica,
probablemente inconsciente pero, a la postre, sintomática de una época que
estaba a mitad de camino entre el conservadurismo de la década y las nuevas
libertades aparecidas al calor de la primera crisis importante de las
sociedades postindustriales. Aunque, por otro lado, en toda la trama parece
esconderse una peligrosa moraleja. Por cierto, la música es de lo más estimulante.
A finales del siglo XII (1183), Enrique II (Peter
O’Toole), que tiene a su mujer Leonor de Aquitania (Katharine Hepburn)
encerrada en el Castillo de Salisbury y a sus tres hijos desperdigados por sus
posesiones, decide citar a los cuatro para comunicarles quién será su heredero.
Para ello, traslada la Corte a Chinón en Navidad y comienza la negociación, una
negociación llena de complots, subterfugios y traiciones, una negociación que
tiene que desarrollar con su mujer, con sus hijos (Richard, Geoffrey y John), con
el Rey de Francia, Felipe II (Timothy Dalton), y con la amante real, Anais (la
hermana de Felipe II). Una película con un guión excelente y
maravillosamente interpretada pero que puede pecar de elementos literarios e
incluso teatrales (esos elementos que no solamente no estorbaron sino que
perfeccionaron El nombre de la rosa,
esos elementos que contrastan con la verosimilitud con la que se representa la época en que se desarrolla la historia: el medievo). Visualmente, el film no está a la altura de su
sofisticación y sutileza intelectuales pero tampoco escora en la puesta en
escena, en la iluminación o en la ambientación. La película toca casi todos los
temas importantes (el poder, el amor, el sexo, el tiempo, la guerra, la
familia, el juego, etc.), en una historia repleta de ambiciones y engaños que
recuerda a la trama de El Rey Lear y
de Macbeth y que supone un eslabón
más en la obsesión humana (una cadena, en verdad) por representar la historia
de las élites dejando a un lado la historia del resto de la humanidad.Y es que, como decía Adam Smith, “esta disposición a admirar, y casi a idolatrar,
a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas
pobres y de condición humilde [...] es la principal y más extendida causa de
corrupción de nuestros sentimientos morales". Por cierto, hay una versión más moderna, interpretada por Glenn Close y Patrick Stewart.
En la actualidad, salvo contadísimas excepciones, nadie suele
hablar de los creadores de los FX digitales. Sin embargo, no hace mucho, los
diseñadores de efectos especiales sí que conseguían hacerse un hueco en la
industria cinematográfica cuando impresionaban con su trabajo a los
espectadores. Este es el caso de Rick Baker, que ha pasado a la historia por
algunos de los mejores maquillajes y animatronics
de las últimas décadas. De hecho, en este film,
consiguió una de las mejores transformaciones licántropas que se han visto en
el cine. Por lo menos para la época, como siempre se ha de decir. Lo mismo que
su discípulo, Rob Bottin, en Aullidos.
En todo caso, Un hombre lobo americano en
Londres supone una estimable y honesta actualización del mito del hombre
lobo, rodada con mucho cariño y conocimiento de causa y gracias, sobre todo, a
una adecuada fusión entre el género de terror y la comedia USAmericana de los
ochenta, aderezado con una muy british
historia de amor. John Landis rinde homenaje al mito de Larry Talbot
aprovechando un guión bien compacto y una solvente producción. Por cierto, la
película está repleta de guiños cinéfilos (Nosferatu,
Sweeney Todd, La maldición del hombre lobo o El
Álamo, por ejemplo). Además, el score
acompaña a la historia con varias referencias irónicas a lo que pasa en
pantalla (como las canciones Blue Moon
o el tema de la Creedence Clearwater Revival, Bad Moon Rising).
Tras sorprender al espectador con sus potentes dramas
mestizos, Contra la pared y Al otro lado, Fatih Akin relaja el drama
de sus argumentos con esta comedia de trazos gruesos y agrestes personajes que,
en todo caso, no supone ninguna novedad en su filmografía puesto que, entre
otras cosas, recupera alguno de sus motivos previos (la crudeza de la
inmigración de griegos y turcos en Alemania, los bajos fondos, los sueños de
triunfo, la danza del amor, la esperanza). El director se mantiene fiel a su
contundente forma de contar historias (con su inusual concepción del encuadre y
del montaje, Akin demuestra que es capaz de contar cualquier cosa, con
imágenes, en 5 segundos) y, además, consigue imprimir a una trama inverosimil y
absurda la fuerza y la emoción que necesita. Consigue, de hecho, varios
momentos antológicos, tanto visual como narrativamente. Por no hablar de un par
de escenas divertidísimas. Por su parte, además de una BSO exultante (repleta
de temas Soul, Funk y electrónicos), Birol Ünel y Udo Kier realizan dos soberbias
apariciones mientras que el resto de actores cumple con su cometido aunque, algunas veces, de
una forma exagerada, algunas veces enfática.
Años antes de Agáchate maldito y de Grupo salvaje (de los maestros Leone y
Peckinpah respectivamente), Richard Fleischer rodó este interesante Western ambientado en la revolución
mexicana, como Yo soy la revolución,
de Damiano Damiani, su descendiente directo (como tantos otros). En 1916,
los rebeldes andan escasos de armas en su lucha contra los regulares de
Carranza, lo cual incita a aventureros de toda ralea a negociar con ellos. La
película comienza con un travelling
magnífico (digno antecedente del que Welles rodó, dos años más tarde, para la
secuencia inicial de Sed de mal), que
da pie a todo un conjunto de engaños y desengaños (en los dos sentidos de la
palabra) entre el cínico cazador de fortuna Alacrán
Wilson (Robert Mitchum), el líder insurrecto Escobar (Gilbert Roland), el
contrabandista de turno (Zachary Scott) y su hermosa pero ninguneada mujer
(Ursula Thiess). Por cierto, Mitchum volvería a interpretar un papel parecido
en la desconocida Villa cabalga, de
1968, sobre un guión de Sam Peckinpah. Una partitura típica de Max Steiner
(altisonante e intimista a partes iguales), una magnífica planificación y unos
diálogos acerados completan la entretenida función. Por cierto, el espectador
cinéfilo no puede dejar de sospechar que detrás de Serpiente Plissken se podría encontrar
perfectamente este Alacrán Wilson.
Como decía Susan Sontag, el cine es principalmente un
arte visual y, además, una subdivisión de la literatura. Como también podría serlo el
cómic. De hecho, Juan Giménez y Ricardo Barreiro publicaron en los años ochenta
una de las obras maestras del cómic argentino, Ciudad, mitad arte visual mitad narración literaria y en donde se
describe una ciudad laberíntica e infinita, como Aquilea, la que aparece en esta
película de Hugo Santiago. El guión es obra de Adolfo Bioy Casares y de ese
gran cosmopolita que fue Jorge Luís Borges. El tema del todo-en-uno, tan querido
para el escritor, ya ha sido señalado por múltiples autores, incluido Alberto
Manguel en su libro de ensayos En el
bosque del espejo, de evidente título borgiano. Por otro lado, la premisa
argumental recuerda a El Eternauta,
auténtica piedra de toque del mundo de la viñeta argentina y un producto
magnífico y altamente viral, gracias al engarzado trabajo de Oesterheld y Solano.
El film es, por tanto, más que otra
cosa, una historia de ciencia ficción metafísica, racionalizada al extremo y desprovista
de casi todo elemento pasional o amoroso, como ocurre en general con toda la
literatura del escritor porteño. Con una planificación,
una puesta en escena y un montaje auténticamente experimental y que roza lo
bizarro, especialmente porque se desarrolla años después de las prácticas desarrolladas por la nouvelle
vague, la película termina por absorver al espectador, aún a costa del estupor, de la
incomprensión e, incluso, de algún que otro bostezo. En todo caso, en algunos
aspectos, el film parece prefigurar el ambiente opresivo que el PRN
instituyó en la argentina entre 1976-1983. El órgano colegiado que perpetró
esta extraña obra pariría en los siguientes años alguna más en la misma línea,
como Los otros.
La mejor de las
versiones cinematográficas de los asesinatos de Zodiac, tras la popular
adaptación de Don Siegel en Harry el Sucio (donde el criminal se llamaba Scorpio). A diferencia del policíaco
protagonizado por Clint Eastwood, Fincher firma una película enmarañada,
construida alrededor de varias investigaciones cruzadas, similar a uno de esos
puzzles y criptogramas que el psycho
killer enviaba a las autoridades californianas de la época.
Es decir, la película no representa sino las múltiples líneas que se siguieron
en la investigación: la de un periodista, la de una pareja de policías, la de
un dibujante de periódicos, etc. Y, como en multitud de casos reales (incluido
éste mismo), la trama llega a callejones sin salida, a puntos muertos y
a soluciones falsas. De alguna manera, es como la materialización fílmica de esa
incertidumbre defendida en El hombre que nunca estuvo allí. Así, tanto el misterio como el suspense se
mantienen excelentemente hasta el áspero final. La trama, por tanto, puede
llegar a aburrir y a confundir por un exceso deliberado de información. En el plano artístico, Fincher filma una historia minuciosa y obsesiva, de una
perfección técnica apabullante, rodada íntegramente en formato digital y con
una producción detallista hasta el delirio (aunque no logre evitar varios
anacronismos). Por otro lado, la dirección está convenientemente ajustada al
magnífico guión, la puesta en escena es sencilla por pulida y, además,
todo el film se beneficia de un conjunto de ajustadísimas interpretaciones (especialmente la de
Robert Downey y la de Mark Ruffalo). Textura fotográfica similar a la de la
época (Todos los hombres del presidente,
por ejemplo) y variedad de guiños cinéfilos, implícitos y explícitos, para una
historia que ha recibido alabanzas de los profesionales más dispares, como
Joon-ho Bong, el director de Memories of
Murder (una película que, curiosamente, es de 4 años antes). Por cierto, Silencio de hielo es un buen hijo putativo.
Rutinario trabajo del maestro John Carpenter, a mitad de
camino entre En la boca del miedo y Shutter Island pero sin la intensidad ni
los aciertos visuales de ninguna de ellas. Además, tiene algunos elementos de El fin del mundo en 35mm y de Identidad, el thriller de James Mangold. Por todo lo cual, no destaca ni por su
originalidad conceptual ni por su personalidad estética. De hecho, el carácter
híbrido y empaquetado del producto se nota hasta en la BSO, repleta de cortes
estereotipados que van desde la lullaby
tétrica hasta los motivos musicales del giallo
pasando por varios timbres inspirados en La
Cosa. El alucinado guión, por otro lado, obra de los hermanos Rasmussen, acusa
no pocos problemas, lagunas e inconexiones aunque momentos puntuales y un par
de interpretaciones consiguen mantener la atención del espectador. Sin embargo,
como todas las películas de Carpenter, la planificación, la iluminación y el
montaje son excelentes (aunque, en este caso, con el condicionante de que todo debía
estar circunscrito a los 85’, lo cual disminuye la capacidad atmosférica del film, que no se toma el tiempo
adecuado). Como curiosidad, aunque la película está rodada en 35mm, Carpenter
no ha usado esta vez su típica Panavisión,
sino una Moviecam Compact MK2, con
lentes Zeiss.