Como decía Susan Sontag, el cine es principalmente un
arte visual y, además, una subdivisión de la literatura. Como también podría serlo el
cómic. De hecho, Juan Giménez y Ricardo Barreiro publicaron en los años ochenta
una de las obras maestras del cómic argentino, Ciudad, mitad arte visual mitad narración literaria y en donde se
describe una ciudad laberíntica e infinita, como Aquilea, la que aparece en esta
película de Hugo Santiago. El guión es obra de Adolfo Bioy Casares y de ese
gran cosmopolita que fue Jorge Luís Borges. El tema del todo-en-uno, tan querido
para el escritor, ya ha sido señalado por múltiples autores, incluido Alberto
Manguel en su libro de ensayos En el
bosque del espejo, de evidente título borgiano. Por otro lado, la premisa
argumental recuerda a El Eternauta,
auténtica piedra de toque del mundo de la viñeta argentina y un producto
magnífico y altamente viral, gracias al engarzado trabajo de Oesterheld y Solano.
El film es, por tanto, más que otra
cosa, una historia de ciencia ficción metafísica, racionalizada al extremo y desprovista
de casi todo elemento pasional o amoroso, como ocurre en general con toda la
literatura del escritor porteño. Con una planificación,
una puesta en escena y un montaje auténticamente experimental y que roza lo
bizarro, especialmente porque se desarrolla años después de las prácticas desarrolladas por la nouvelle
vague, la película termina por absorver al espectador, aún a costa del estupor, de la
incomprensión e, incluso, de algún que otro bostezo. En todo caso, en algunos
aspectos, el film parece prefigurar el ambiente opresivo que el PRN
instituyó en la argentina entre 1976-1983. El órgano colegiado que perpetró
esta extraña obra pariría en los siguientes años alguna más en la misma línea,
como Los otros.
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