Exceptuando Fargo, la grandeza de los hermanos Coen
parece que se condensa en sus obras menores, como Barton Fink, El hombre que
nunca estuvo allí o Quemar después de
leer. Obras como Muerte entre las
flores o El Gran Lebowski, pagadas
de sí mismas, denotan un estancamiento de ideas, un estilo manierista y una
narración enrevesada (continuamente entorpecida y estirada hasta el ardor), que
hacen sonrojar al espectador habituado a su filmografía. Algo parecido a lo que ocurre con los dos volúmenes de Kill Bill de Quentin Tarantino. Por su parte, Un tipo serioes la película más extraña
de su carrera, por intenciones, por temática y, por supuesto, por
resultados. Una película de fuertes resonancias filosóficas pero con un sutil
sentido del humor y una naturaleza enigmática que, ciertamente, no será del
agrado de todo el mundo. Una película arriesgada en el contenido y muy
atractiva en la forma, con una fotografía muy cuidada (obra del gran Roger Deakins), tanto como la puesta en escena, la ambientación y, por supuesto, los
personajes, convincentemente interpretados por un conjunto de excelentes
actores. Una película que comienza y termina con dos secuencias crípticas,
irresolubles, como críptico es también el desarrollo de la acción y, sobre
todo, el significado que los Cohen pretenden otorgar al film, como si de un cuento de Kafka se tratare. De hecho, la obra ahonda en esa incerticumbre propia de los tiempos que corren. Por otro lado, hay
múltiples referencias a la religión y a la cultura judía, algo que va
facilitando la comprensión de una buena parte de la historia y de los
acontecimientos que se suceden, como la referencia al disco Abraxas de Santana (un término gnóstico
para referirse a Dios) y la negativa del protagonista a adquirirlo: de esta
manera, los Cohen parecen querer decir que el pusilánime, despistado y sufrido
protagonista rechaza a Dios. Así, la película parece encaminarse hacia algún
tipo de explicación aunque simplemente nos retrate a un tipo que quiso ser
serio y que nos hizo reflexionar y sonreír con sus calamidades.
En tiempos del
presidente Ulisses S. Grant, los blancos incumplen un tratado con los apaches,
lo cual (como es natural) les enfurece. Por otro lado, Hondo Lane (John Wayne),
un vaquero medio indio, conoce a una mujer (una estupenda Geraldine Page) y a
su hijo en un rancho en mitad de la nada: el apego nacerá entre los tres
personajes. Por tanto, la trama mezcla la historia personal, la vida de frontera y el desarrollo
irrenunciable de la USAmerica en expansión, en lucha con los indios. Todo lo cual está en la estupenda novela original de Louis L'Amour, editada por la incansable Valdemar. La
dirección de John Farrow es dinámica, rápida, pasan muchas cosas y están muy
bien contadas. Además, hay una cierta sabiduría mezclada con la fiereza y la
rudeza propia de la vida de frontera. Las escenas de acción son creíbles,
especialmente la batalla final (entre polvo, caídas y tiros), apoyadas por varios planos rodados en 3D. Tiene
una parte intimista junto con una doméstica, muy interesante y no del todo
típica, donde Wayne ejerce como padre y como granjero, en la línea de Raíces profundas. Si bien es verdad que
durante toda la película se muestra un cierto respeto por la figura del indio, al final de la historia se da por descontado que a los apaches se les va a
exterminar y Wayne espeta “lástima, una forma de vida desaparece. Y era buena”.
Y punto, con esa indiferencia festiva del vencedor blanco que tan crudamente ha relatado Cormac McCarthy en Blood Meridian.
Dos asesinos profesionales se enamoran y se casan sin que
el uno conozca la verdadera identidad del otro, hasta que un día reciben la
misión de eliminarse mutuamente. Sr y Sra Smith, además de ser un remake de
un telefilm de 2007, es como una
versión de El honor de los Prizzi meclada con Mentiras arriesgadas y,
pese a que pretende ser cool y
sofisticada, resulta mucho más burda y esquemática que la película de Cameron (compárese,
si no, la escena del tango en ambos films).
La película abunda en situaciones absurdas e imposibles, en escenas
estereotipadas e increíbles y en secuencias que pretenden ser adrenalíticas
pero acaban aburriendo de pura previsibilidad. Ademas, ni la dirección (de Doug
Liman) ni el guión están tampoco a la altura del precedente (se retardan las escenas de acción; hay diálogos de anuncio de máquina de café). Pero es que aquí no
finalizan las críticas puesto que la pareja protagonista, para la cual está
elaborada esta boutade, no tienen ni
garra, ni química ni gracia alguna, en especial esa barbie de saldo que es la
hija de Jon Voight (que ni es buena actriz ni tiene más de 3 planos hermosos).
Finalmente, la capacidad de llegar al gran público es inversamente proporcional
a la sutileza psicológica y emocional de los personajes: Brad Pitt se ha puesto
el traje de machote romántico; Angelina Jolie lleva el vestido de mujer
independiente y despegada, a la que muchas mujeres quieren parecerse sin por
ello renunciar al sueño americano (boda de blanco, matrimonio convencional,
casa residencial, dos coches y todas las demás pamplinas del american way of life). Para terminar de
redondear el fiasco, la película es larga, tan larga que no faltan espectadores
que sueñan con que uno de los dos protagonistas tenga éxito en su misión.
Nietzsche comentaba que el mundo no se puede tramar como un drama sino como una tragedia aunque el cine de Hollywood parece empeñarse en
contradecir esta inteligente observación del filósofo alemán. Cosas de la
industria del entertainment, habrá
que suponer. En esta ocasión, después de la agradable sorpresa que supuso Iron Man y del fiasco de su secuela, Shane
Black orquesta un telefilm de
superhéroes, con una cierta influencia de Tom Clancy y con más autocomplacencia
de lo normal. Esta entrega de Iron Man
estira la franquicia metálica en todas sus direcciones, dilantando casi todos
los tópicos sobre los que se construye esta esquina del mundo Marvel (los
lujos, las ingeniosidades y las inseguridades del millonario protagonista;
terroristas intentanto castigar a Occidente; un envidioso alter ego con complejo de inferioridad; unos efectos especiales al
servicio de una frenética trama; chicas enamoradas revoloteando alrededor del
protagonista; tecnología de alto copete; momentos para todas las edades y para
todos los públicos, etc.) pero los multiplica por 3 y, por tanto, cae en la
autoparodia (más trajes invencibles, etc.). Sin embargo, Robert Downey jr sigue
demostrando que es un actor excelente, ya sea interpretando a uno de los iconos
del cine mudo, Charles Chaplin, ya sea poniéndose en la piel de Tony Stark. La
película cuenta con una divertida aparición del siempre convincente Ben
Kingsley (aquí en un papel realmente adecuado, tanto a su físico como a su
hermosa voz), con otra del otrora prometedor Guy Pierce y con una última de la
bellísima e inteligente Rebecca Hall. Como un cuento de navidad, el film narra una historia acerca de los fallos que cometemos y de
cómo, casi siempre en la ficción, podemos intentar corregirlos. Esta es la parte
de la moraleja que, sin duda, haría sonreír a Nietzsche pero que es marca de la
casa de Disney, la co-productora.
Rara avis del género
fanta terrorífico USAmericano pero con algunos puntos de contacto con varias
producciones de la época (finales de los sesenta y comienzos de los setenta),
en particular con La noche de los muertos
vivientes de George Romero, Imágenes
de Robert Altman y La reencarnación de
Peter Proud de J.L. Thompson. Además, presenta una idea seminal que sería
reutilizada por la saga de Viernes 13
aunque el argumento de base parece extraído de Carmilla, del escritor irlandés Sheridan Le Fanu. Una mujer sale de un psiquiátrico y se traslada a una casa de campo familiar con su marido y un amigo. La intención es recuperarse pero pronto comenzarán a surgir apariciones. El director, John
Hancock, consigue una atmósfera realmente inquietante sobre la base de una
historia que acierta al intentar confundir al espectador entre la realidad y la
fantasía, entre la pesadilla y el sueño, entre la cordura y la locura, para lo
cual cuenta con una apropiada fotografía, nostálgica y ominosa, unos personajes
perturbados y unas interpretaciones desasosegantes. La dirección y el montaje
están un tanto descuidados pero el resultado final sorprende por su
consistencia y personalidad.
Un thriller
convencional, que mantiene claras relaciones con la trama de Heat, de Michael Mann, pero pasado por el tamiz fenomenológico de los
barrrios bajos bostonianos, tan dura y convincentemente retratados por el Clint
Eastwood de Mystic River y por la
serie The Wire (Baltimore, en realidad).
Sin embargo, el film tiene algo y ese
algo es Rebeca Hall. Y la presencia de Pete Postlethwaite. Y la aparición de
Chris Cooper. Lo demás (historia, diálogos, dirección, montaje, música e
interpretaciones) sigue el ritual de lo habitual, como dirían Jane’s Addiction, aunque con algo más de
oficio y convicción que el previo trabajo del director, Adiós pequeña, adiós (también ambientado en Boston). Por cierto, Ben Affleck nunca deja de hacerse guiños a sí mismo en escenas y en secuencias claramente narcisistas.
Edgar G. Ulmer, uno de los artistas alemanes que tuvieron
que huir del régimen nazi, recaló en Hollywood y dirigió un buen puñado de
películas de serie B. Unos años antes, en 1932, había participado con
Billy Wilder, los hermanos Siodmak y Fred Zinemman en un estupendo documental
que les abrió la puerta de los estudios cinematográficos en Alemania: Hombres en domingo. Una de sus obras más
conocidas de su etapa USAmericana es, quizás, esta película, que lleva el
extraño y atractivo nombre de Detour.
La historia trata sobre un pianista desencantado que, de viaje a Los Ángeles
desde Nueva York, sufre una serie de catástrofes y giros del destino por intermediación
de una misteriosa mujer que resulta ser una auténtica femme fatale. La trama tiene una primera parte tipo road movie y otra segunda rodada en el
interior de un motel pero la supervivencia del film se debe a la deconstrucción del sueño americano que propone,
como ha destacado Paul Cantor, algo que ya estaba en la novela original de Martin Goldsmith. Por otro lado, lo interesante de la historia es
el pulso férreo con el que Ulmer urde la trama, presenta a los personajes y
desarrolla la tensión, dejando poco tiempo (o ninguno) para el aburrimiento, para
la duda o para la reflexión. Como el protagonista, que cuenta en voz en off sus vicisitudes, el
espectador sabe que tendrá que pensar sobre lo que está viendo cuando apareza
el The End. En definitiva, una
notable y curiosa producción, que está muy bien montada y que fue realizada al
margen de la ostentosa política de estudios de la época. De hecho, como el mismo
Ulmer ha declarado, la película parece que fue rodada en menos de una semana. Por cierto, hay un remake reciente, de 2013.
Auburn es una típica ciudad universitaria de Alabama, en
el condado de Lee, que está rodeada de bosques, granjas, jugadores de fútbol
americano, fraternidades, iglesias y un Walmart.
Oliver Goldsmith dijo de ella que era “the loveliest village of the plains” y, actualmente, es una de las
ciudades USAmericanas mejor consideradas en terminos de calidad de vida. Cosas
curiosas tiene el mundo, sí señor. Daniel Wallace, un escritor de Birmingham
(que está a unas 50 millas de Auburn), es conocido por su libro de 1998 Big Fish: A Novel of Mythic Proportions,
que ha sido adaptado al cine por Tim Burton en 2003 y que se desarrolla
integramente en Auburn (aunque las localizaciones de la película estén en otras
ciudades de Alabama). Burton consigue uno de sus mejores trabajos con esta
compleja y mágica historia que mezcla realidad y fantasía de una forma
maravillosamente bien conseguida (cl punto álgido podría ser Spectre, la ciudad imaginaria). Además,
Burton puntualiza con correción todos los temas morales del texto original,
especialmente el de la reconciliación de un hijo con su padre, interpretados
con asombrosa entrega y convicción por Billy Crudup y Albert Finney,
respectivamente, aunque es Ewan McGregor el que consigue dejar la impresión más
duradera en el corazón del espectador con su interpretación de Ed Bloom (el
personaje de Finney de joven). Burton consigue vertebrar con madurez y eficacia
toda la riqueza estética y visual que necesita la historia (mil y un elementos
extraídos de los cuentos de hadas) con los engranajes y recovecos de una trama sorprendente,
emocionante y muy bien elaborada. Big
Fish es una magnífica muestra de cómo un director sobrevalorado puede hacer
una excelente película cuando contiene sus delirios visuales y los somete a una
buena historia (como hizo con Eduardo
Manostijeras y con Ed Wood).
Harry Kilmer
(Robert Mithcum) debe viajar al Japón para ayudar a un viejo amigo suyo, George
Tanner (Brian Keith), a recuperar a su hija, secuestrada por los Yakuza a causa
de un negocio truncado. Una vez en el país del sol naciente, Kilmer contará con
la colaboración de Tanaka Ken (Takakura Ken), un ex gángster reformado que
trabaja dando clases de Kendō. Sobre la base de un cotizadísimo guión de Paul
Schrader (un autor obsesionado con la culpa, la expiación y fiel devoto de
Yukio Mishima), Sydney Pollack moldea un vigoroso pero contenido thriller que desarrolla una fibrosa
historia de chantajes, mentiras y deudas morales, protagonizada por un puñado
de personajes atormentados y donde hay, además, un gran espacio para el honor y
el deber, tan propios de la cultura japonesa. De hecho, en El crisantemo y la espada, Ruth Benedict subraya la importancia del
Giri para la sociedad nipona: “Giri is hardest to bear”. Y el Giri es algo que se debe a alguien, una
cadena que uno mismo decide llevar por respeto y dignidad. Pollack salpica el
metraje de sólidas escenas de acción en las que, como un resorte escondido,
salta y explota una cruel pero hermosa violencia contenida. Pero también hay
espacio en Yakuza para las emociones
y el amor. Por otro lado, un efecto probablemente no deseado es que no haya
espacio para la renovación, puesto que todas las víctimas de la trama son
jóvenes. Hay que destacar, sin duda, la maravillosa BSO de Dave Grusin así como
la fotografía del experimentado Kozo Okazaki (el de Tiranía o el de Inn of evil),
un operador que, curiosamente, trabajaría en El reto del samurai, de John Frankenheimer, donde aparecen juntos
Scott Glenn y Toshiro Mifune. La influencia de este film se puede rastrear hasta en la hiper esteticista Black Rain.
El cine contemporáneo vive una situación paradógica: es
extremadamente consciente de su pasado pero tiene que resultar original en el
presente. Este es el contexto en el que podemos situar a The Conjuring, el último film
de James Wan, el creador de la saga Saw.
La historia reúne varias excusas argumentales extraídas de múltiples clásicos
del terror (especialmente de The Haunting, La leyenda de
la casa del Infierno, Terror en Amityville,
Al final de la escalera y Poltergeist), a los que se añaden diversos
lugares comunes del cine de horror de las dos últimas décadas (Posesión infernal, Magic, House, una casa
alucinante, El sotano del miedo y
Arrástrame al infierno), mezcladas,
finalmente, con la moda reciente sobre posesiones demoníacas. Pero está todo
envuelto con un gusto y una profesionalidad muy alejadas de las producciones de
las que esta película es deudora. De hecho, Expediente
Warren no es que no tenga tópicos, es que los tiene todos pero los enlaza y
se mueve entre ellos con la suficiente inteligencia visual (en este sentido, el
trabajo de cámara y la planificación son magníficos) y determinación para
transformar este Expediente X en un
compendio actualizado sobre el cine de casas encantadas y exorcismos varios (un
compendio similar al de La mujer de negro o The Cabin in the Woods, aunque sin sus componentes metaficcionales). Wan ofrece una
narración clásica, que avanza comedidamente, tomándose su tiempo, y que está
lustrada con una detallada ambientación setentera (como la que podemos
encontrar en Zodiac, por ejemplo).
Además, Wan no asusta al espectador de forma gratuita, ni utiliza la BSO tramposa
o ilegítimamente. Sin embargo, a la postre, la película resulta inócua, alejada
de la revulsión física y moral con la que el reciente cine francés de terror nos
está acosando (véase el caso de Martyrs) e, incluso, de las oscuridades lovecraftianas al estilo de In the Mouth of Madness, la obra maestra
de John Carpenter. Por eso, estamos hablando de la que, con seguridad, es una
de las películas de terror para toda la familia más dignamente realizadas de
los últimos años. En este sentido, las connotaciones religiosas (además de dar
empaque y solidez ghostly al
producto) se muestran muy apropiadas a la visión USAmericana del mundo. Por
cierto, los actores están correctos, nada más.