Harry Kilmer
(Robert Mithcum) debe viajar al Japón para ayudar a un viejo amigo suyo, George
Tanner (Brian Keith), a recuperar a su hija, secuestrada por los Yakuza a causa
de un negocio truncado. Una vez en el país del sol naciente, Kilmer contará con
la colaboración de Tanaka Ken (Takakura Ken), un ex gángster reformado que
trabaja dando clases de Kendō. Sobre la base de un cotizadísimo guión de Paul
Schrader (un autor obsesionado con la culpa, la expiación y fiel devoto de
Yukio Mishima), Sydney Pollack moldea un vigoroso pero contenido thriller que desarrolla una fibrosa
historia de chantajes, mentiras y deudas morales, protagonizada por un puñado
de personajes atormentados y donde hay, además, un gran espacio para el honor y
el deber, tan propios de la cultura japonesa. De hecho, en El crisantemo y la espada, Ruth Benedict subraya la importancia del
Giri para la sociedad nipona: “Giri is hardest to bear”. Y el Giri es algo que se debe a alguien, una
cadena que uno mismo decide llevar por respeto y dignidad. Pollack salpica el
metraje de sólidas escenas de acción en las que, como un resorte escondido,
salta y explota una cruel pero hermosa violencia contenida. Pero también hay
espacio en Yakuza para las emociones
y el amor. Por otro lado, un efecto probablemente no deseado es que no haya
espacio para la renovación, puesto que todas las víctimas de la trama son
jóvenes. Hay que destacar, sin duda, la maravillosa BSO de Dave Grusin así como
la fotografía del experimentado Kozo Okazaki (el de Tiranía o el de Inn of evil),
un operador que, curiosamente, trabajaría en El reto del samurai, de John Frankenheimer, donde aparecen juntos
Scott Glenn y Toshiro Mifune. La influencia de este film se puede rastrear hasta en la hiper esteticista Black Rain.
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