Nietzsche comentaba que el mundo no se puede tramar como un drama sino como una tragedia aunque el cine de Hollywood parece empeñarse en
contradecir esta inteligente observación del filósofo alemán. Cosas de la
industria del entertainment, habrá
que suponer. En esta ocasión, después de la agradable sorpresa que supuso Iron Man y del fiasco de su secuela, Shane
Black orquesta un telefilm de
superhéroes, con una cierta influencia de Tom Clancy y con más autocomplacencia
de lo normal. Esta entrega de Iron Man
estira la franquicia metálica en todas sus direcciones, dilantando casi todos
los tópicos sobre los que se construye esta esquina del mundo Marvel (los
lujos, las ingeniosidades y las inseguridades del millonario protagonista;
terroristas intentanto castigar a Occidente; un envidioso alter ego con complejo de inferioridad; unos efectos especiales al
servicio de una frenética trama; chicas enamoradas revoloteando alrededor del
protagonista; tecnología de alto copete; momentos para todas las edades y para
todos los públicos, etc.) pero los multiplica por 3 y, por tanto, cae en la
autoparodia (más trajes invencibles, etc.). Sin embargo, Robert Downey jr sigue
demostrando que es un actor excelente, ya sea interpretando a uno de los iconos
del cine mudo, Charles Chaplin, ya sea poniéndose en la piel de Tony Stark. La
película cuenta con una divertida aparición del siempre convincente Ben
Kingsley (aquí en un papel realmente adecuado, tanto a su físico como a su
hermosa voz), con otra del otrora prometedor Guy Pierce y con una última de la
bellísima e inteligente Rebecca Hall. Como un cuento de navidad, el film narra una historia acerca de los fallos que cometemos y de
cómo, casi siempre en la ficción, podemos intentar corregirlos. Esta es la parte
de la moraleja que, sin duda, haría sonreír a Nietzsche pero que es marca de la
casa de Disney, la co-productora.
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