En unas páginas llenas de tristeza de La democracia en América, Alexis de
Tocqueville describió la injusta y terrible persecución a la que los aborígenes
USAmericanos fueron sometidos por los colonos blancos y sus descendientes.
Dicha persecución ha sido relatada en cientos de ocasiones (desde La otra historia de los Estados Unidos a
Meridiano de sangre), pero solo desde
las últimas décadas del siglo XX ha entrado a formar parte de nuestras representaciones
compartidas. Lo cual se ha producido gracias al compromiso decidido de varios ciudadanos,
artistas e intelectuales valientes. Esta película de John Ford es una muestra
de este compromiso y de este valor. A lo largo de 160’, el director favorito de
Orson Welles cuenta la historia del éxodo Cheyenne, por varios estados de la
Unión, en busca de una especie de tierra prometida (con la frustrante efigie
de una reserva). Ford relata todas las calamidades que tuvieron que sufrir (partiendo, por supuesto, de las promesas incumplidas), la menor de las cuales
no fue, sin duda, el hostigamiento al que fueron sometidos por el propio ejército y
por las autoridades federales (como los desplazamientos forzados que fueron
promovidos por el Secretario de interior Carl Shurz, interpretado por Edgar G.
Robinson). Pero Ford intenta insuflar al conjunto ciertos aires de epopeya aunque,
a la postre, dicho conjunto se resiente de un cierto esquematismo y, en todo
caso, flaquea al introducir algún que otro interludio cómico (tan propio de su
filmografía, por otra parte). Hay que destacar, para bien o para mal, la
fotografía del mítico Monument Valley,
algunos personajes estereotipados, una duración excesiva y varias escenas fuera de lugar. De hecho, en
un montaje para la televisión, la escena en la que aparece Wyatt Earp es
eliminada por completo. En todo caso, Ford entrega una denuncia del exterminio indio, de poderosas connotaciones históricas, para redimirse (quizás) de una
parte de sus Westerns.
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