El desconocido director canadiense Denis Villeneuve,
propietario de una interesante y lóbrega filmografía, presenta su nuevo thriller, un laberinto cruel, escabroso
y moralmente atroz, que funciona en el mismo nivel en el que destacó la obra
maestra de Clint Eastwood, Mystic River.
Aunque también puede ser vista como El silencio de los corderos de la generación ni-ni. El director mete el
bisturí en un pequeño pueblo rural para revelar el lado oscuro de la fe, la
materialización sombría del fervor religioso, la cara oculta de la USAmérica
creyente, represiva y fundamentalista, pero con la novedad de que está
ambientada en Pennsylvania, es decir, lejos del tradicional y atrasado Sur. De hecho, sería algo así como una versión más oscura del Ice Haven de Daniel Clowes. Sin
ningún tipo de estridencia en la dirección ni casi rasgo alguno que pueda concretar
la firma de su autor (al contrario de lo que ocurre con Zodiac o con Memories of
murder, por ejemplo), Villeneuve va enlazando unos personajes bien
perfilados, una trama lluviosa y opresiva, poquísima truculencia o gore, un score bien pegado a la imagen y un
dignísimo trabajo interpretativo, todo lo cual consigue ir tensando convenientemente
la cuerda del misterio y de la intriga hasta el mismo final, como hace la sorprendente Big Bad Wolves. Las pegas, algún
que otro vacío en el guión (como cuando una niña afirma en el hospital haber
visto a alguien), varios tópicos (policía sin vida privada, un chivo expiatorio
extremadamente frágil, una familia media que pierde el norte cuando entra en shock, etc.), el happy ending así como su excesiva duración (146’). Por cierto, a la
vuelta de la esquina espera el próximo estreno del director, Enemy, sobre una novela de José
Saramago.
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