En su autobiografía, James G. Ballard cuenta cómo vivió la invasión japonesa de China cuando era un crío, y
cómo los europeos tuvieron que regresar a Europa o vivir en la colonia
internacional de Shanghai. Esta semi desconocida obra maestra de Frank Capra
comienza, precisamente, cuando un grupo de USAmericanos e ingleses deben
regresar a Londres tras el estallido de la violencia en Basull, en la guerra
chino-japonesa. El avión en el que pretenden regresar a Shanghai viaja en
sentido contrario y se estrella en medio de unas enormes montañas nevadas,
probablemente los Himalayas. Creyéndose perdidos, sin embargo, un grupo de
personas les encuentran y les llevan a un valle olvidado entre las cumbres. Un
lugar desconocido por la humanidad donde se lleva una vida humilde, “moderada”
y amable, rodeados de salud, belleza y felicidad. Y, sobre todo, se lleva una
vida con mucho sentido y espiritualidad (justo lo que buscada Tyrone Power en El filo de la navaja). Es Shangri-La, una metáfora del
paraíso en la tierra, imaginada por millones de seres humanos a lo largo de la
historia pero materializada para la pantalla por James Hilton y Robert Riskin.
El film, dirigido con elegancia por el Capra genial de la década de los
treinta y con
una dirección artística asombrosa, llena los pulmones de un aire fresco y sano y te obliga a mantener
constantemente una sonrisa en la cara. Una sonrisa de goce y bienestar cuya BSO es una partitura excepcional de Dimitri Tiomkin. Existe
una versión restaurada y remasterizada, de más de dos horas y con una soundtrack más larga que la pista de
video. Esta es la versión que hay que saborear. Como curiosidad, la low-budget (pero apasionante) novena
entrega de la serie Star Trek para
pantalla grande, Insurrección, es una
adaptación de esta misma historia.
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