Alfred Hitchcock tiene una de
las filmografías más absorbentes de la historia del cine. A pesar de sus
continuas manipulaciones, errores y macguffins,
el orondo director ha conseguido pergeñar un buen puñado de obras maestras, atestadas
de una poderosísima fuerza visual. Hitchcock sabía contar una historia, crear
el suspense, retorcer sus tiempos, encadenar situaciones, mantener el misterio y la ambigüedad.
En esta película, por ejemplo, hay unas cuantas escenas narradas de una forma sincrética
al alcance de muy pocos (las tomas de transición de la primera parte del film, por ejemplo), un muestrario
completo de encuadres (incluyendo un plano wellesiano del dormitorio de la
pareja protagonista) o con un uso del movimiento de cámara que dice más de lo
que muestra (como ese travelling circular
alrededor de Gregory Peck). De una sutileza psicológica maravillosa (atención a
las conversaciones entre Gregory Peck y Ann Todd) la película cuenta con una
Alida Valli, de origen aristocrático, que convence con su papel de mujer fría y
extrañamente serena. Por cierto, es de justicia destacar a los secundarios
(Charles Coburn, Ethel Barrimore, Louis Jourdan y Charles Laughton, nada
menos). El espectador perspicaz, como el propio François Truffaut, podría
preguntarse, ¿pero quién ha seleccionado el casting?
Efectivamente, Selznick impuso casi todo el reparto, lo que produce no pocas
reticencias en el espectador. Sin embargo, el resultado final es absorvente y admirable, aunque el desarrollo de la historia pueda parecer un tanto
previsible e, incluso, pueda hacerse un tanto pesado. Hay películas cuya trama
no se debería explicar. Esta es una de ellas: mejor véanla, aunque sea una obra menor, y amplien su alma.
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