La segunda de las obras
maestras que jalonan la filmografía del maestro danés Carl Dreyer (tras La Pasión de Juana de Arco) y primera de
sus películas habladas (en realidad, la película es muda pero se le añadieron
unos exiguos y puntuales diálogos). Vampyr
se rodó en Francia y supone una muestra del buen hacer tras la cámara del gran
director danés, especialmente en el terreno de lo onírico y lo tétrico,
componiendo escenas de una fuerza visual apabullante (especialmente teniendo en
cuenta el año de su filmación, 1932), usando un amplio repertorio de trucos fotográficos (desde los filtros hasta al soft
focus), obra de Rudolph Maté, y dirigiendo una perturbadora historia vampírica de un alto poder evocador, basada en Camilla, del
gran escritor irlandés Joseph Sheridan Le Fanu. Sin embargo, la narración se
pierde en diversas sinuosidades alegóricas que, paradójicamente, no hacen sino reforzar de una forma poderosa
el carácter misterioso del film,
aunque la intepretación de su lovecraftiano protagonista resta credibilidad al
producto final. La ambientación, algunos motivos y varias de las composiciones
plásticas han influido poderosamente en el cine posterior (El baile de los vampiros, Único testigo o Drácula), y podemos
encontrar trazos de su influjo incluso en obras tan dispares como la música y
la concepción visual de la discografía de Opeth,
no por casualidad, una de las mejores bandas de metal progresivo sueco. Por
cierto, en este sentido, una forma novedosa de disfrutar del film es verlo con la BSO que compuso en
2013 el grupo Year of No Light, un score sombrío, desolado y ominoso, muy
apropiado para los tiempos que corren.
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