Stanley Cavell ha escrito que el cine de
Hollywood ha tenido un papel muy destacado en la forma en que la cultura del
país expresa sus aspiraciones morales y sus objetivos vitales. Por eso, el cine
USAmericano no tiene miedo a representarse varias de sus posibilidades éticas (desde
las comedias de enredo matrimoniales a lo Hawks a los melodramas a lo Sirk) pero
tampoco los claroscuros y las sombras de su propia sociedad (como se muestran
en ese género típicamente USAmericano que es el cine negro o en la obra de un
buen puñado de directores críticos, desde Capra a Clooney, pasando por el
primer Ford, Hopper o Stone). Por todo esto, no es de extrañar que el gran John Sayles dirija esta película. Y, en particular, no es extraño viendo cómo Sayles
disecciona un país corrupto con la excusa de quitar la venda a uno de esos
miles de ciudadanos ciegos que sustentan la injusticia creyendo a quienes la
cometen en vez de a quienes la denuncian. Los actores están realmente
convincentes, salvo un afectado Federico Luppi, que solo consigue imprimir
naturalidad en unas pocas escenas. La música tampoco es especialmente reseñable
y todo lo demás (el ritmo de la trama, el montaje, los paisajes, los
diálogos, la significación poético-política, la trascendencia del viaje, el
compromiso con las víctimas, etc.) conforma un producto que, si bien no es la
obra de un esteta del cine, sí es el regalo de alguien que vive y deja
vivir, no como la mayoría de los personajes que retrata Hombras armados.
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